2. La hechicera, la bruja, la Maga
Era sexto de primaria. Mario estaba “enamorado” de mí desde tercero. Me escribió una carta en código (firmada con su sangre… no, no exagero) y durante el campamento de fin de año me reprochó el que casarnos en la kermés del Día del Niño no había significado nada para mí al tiempo que lanzaba, enfurecido, la argolla que la maestra del Registro Civil le había dado cuando se casó conmigo. Llevaba todo el año escolar diciendo que yo era una hechicera, que con un embrujo le había robado el corazón, sólo para burlarme de él y su dolor.
Yo no era ni hechicera ni maliciosa. Sólo era una niña de 12 años que no pensaba todavía en novios ni relaciones formales. Para mí, el Registro Civil de la kermés era lo que era: un juego, no una unión seria. Y si bien resolver códigos en cartas era divertido, no le veía nada de romántico a que alguien se lastimara para sacarse sangre y firmar una carta.
En secundaria, fuimos a escuelas distintas. Aunque Mario siguió siendo una sombra a mi alrededor durante el primer semestre de mi primer año de secundaria. Aparentemente la historia de la malvada hechicera trascendió de tal forma que la novia de Mario, alguna niña que conoció en su secundaria, decidió liberarlo de mi poder de la mejor manera posible en 1997: bullénadome por teléfono. Todo ese año escolar tuve prohibido responder el teléfono en casa tras la llamada enemil de niños que yo no conocía y que hablaban para insultarme, porque ahora Mario era de alguien más. “Por mí, que se lo queden” pensaba yo fastidiada.
En segundo de secundaria, me compraron unos zapatos negros con hebilla plateada al centro. Los zapatos eran un poco cuadrados y a mí me gsutaban mucho. Mis amigos (chicos de 13, 14 años que apenas estaban aprendiendo a congeniar con las niñas y las hormonas, como cualquier adolescente de segundo de secundaria) decidieron que esos eran zapatos de bruja. Uno de ellos, que venía de la misma primaria que yo, alentó a los demás a amarrarme a un psote y prenderme fuego con un mechero de Bunsen. Consiguieron amarrarme, pero en lo que trataban de hurtar un mechero de algún laboratorio, yo me escapé. No recuerdo si por mi propio medio o porque la prefecta me fue a liberar porque ya habían llegado mis padres por mí.
Sin embargo, aunque intentaron prenderme fuego, me gustó el apelativo de bruja. Las brujas tienen poderes. Son seres que guardan sabiduría. Y claro, era mejor que ser llamada alienígena o monkekey (ambos apelativos que también me llegaron a decir). Y si desde primaria se me acusaba de misteriosa (por introvertida y amante de los libros), de lanzar hechizos (¿supongo que me consideraban guapa? no sé, yo durante toda mi vida escolar me consideré de lo más equis) mejor apropiarse del mote y portarlo con orgullo.
En quinto de prepa tuvimos que grabar, para la clase de Redacción, una película cuyo guión escribiéramos nosotros. Como la escritora del equipo era yo, mi equipo se tuvo que atener a las consecuencias. Redacté la historia de una bruja y un par de vampiros que estaban compitiendo por ganarse el favor de un demonio. Para lograrlo, había que sacrificar a un humano. La bruja trataba de hacer que el humano se enamorara de ella. Los vampiros tenían que impedirlo. Recuerdo que al final la bruja muere, desangrada por uno de los vampiros. La escena final iba acompañada de Sweet Dreams (la versión de Marylin Manson) e implicó muchas repeticiones de la misma, ergo, varias mordidas y escurrimientos de sangre falsa por mi cuello.
En sexto de prepa, cuando estuve en el taller de Creación Literaria, tuve que leer Rayuela. El mote de “La Maga” me gustó, aunque ella estuviera un poco loca y su romance con Oliveira fuera un tanto cuanto disfuncional. Empecé a firmar mis textos de Creación Literaria como La Maga. Mi amiga Khalú, quien había sido vampiresa en la película de quinto, decía que no me iba: “Eres una bruja, siempre lo has sido”. La verdad es que ninguno de los del taller me identificaba como maga. Desistí.
Cuando empecé a bloguear por ahí de 2005, retomé la idea de ser bruja. En la época en que la era un peligro que la gente supiera quién era yo, tener seudónimo era lo más normal. ¿Y por qué no darle una personalidad particular a ese nombre de pantalla? Nerea, la bruja morada.
Lo curioso es que el personaje se fue virtiendo en mi realidad. O mi realidad se vertió en la bruja, no lo sé.
Mis amigos me dicen bruja. No todos, pero los que lo hacen no es con malicia, no es despectivo. Es de cariño, y me encanta.
Empecé a escribir una historia sobre una bruja alada. La bruja se basaba en mí. Los personajes alrededor de ella, en mis conocidos. Poco a poco fui nombrando a todos los que han significado algo en mi vida: la Reina de los Conejos; Tori, la juglar asesina, los piratas del Yazhegueri (Kito, Lena, Esmirna), el demonio Rhaz’ec, los Caballeros de la Luz; Lunna, la bruja pasiva, la bruja Yvaine, y la lista sigue. Me cuento historias para entender el mundo. Me cuento historias para evadirme del mundo. Y en esas historias, siempre me he identificado como bruja.
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