Casa de espejos

Estaban parados ante la entrada de la casona. La marquesina iluminada anunciaba gran diversión. A Gonzalo no le parecía la idea, pero Mariana insistía en que era la única forma de vencer su miedo.

Su miedo… Era algo infantil, él estaba conciente de eso. A sus 22 años le tenía pánico a verse en un espejo en medio de la oscuridad. Cuando en la madrugada entraba al baño, era capaz de lavarse las manos hincado con tal de evitar toparse con la mirada plateada del cristal empotrado en la pared de azulejos.  Creía que al encontrarse frente a frente con él vería algo maligno.

Mariana, su compañera de cuarto, encontró al principio simpático el temor de su amigo. Sin embargo, con el tiempo aquella fobia causada por mero ideatismo consiguió exasperarla.

Había ideado mil formas de forzarlo a verse en el espejo: desde cambiarlo de lugar hasta parar al muchacho enfrente hasta que abriera los ojos. Todos sus intentos habían sido en vano. Cuando la muchacha pensó en darse por vencida, se le ocurrió la idea mientras caminaba por fuera del parque de diversiones.

Después de 3 días de suplicarle, convenció a Gonzalo de acompañarla. Pasaron un día ameno. Cuando cayó la noche, Gonzalo se sentía cansado y quería regresar a casa.

—Nos iremos después de un último juego— prometió Mariana.

Gonzalo aceptó de mala gana. Siguió a su amiga hasta la entrada de la casa de los espejos. Volteó a verla con miedo ante la inminente respuesta a su silenciosa pregunta.

—Vamos a entrar— dijo ella, tomándolo del brazo y guiándolo a la puerta.

La frente de Gonzalo se vio adornada por gotas de sudor helado. La construcción, aunque parecía una casa, era en realidad un laberinto sin techo. La única luz provenía de la marquesina, sin alcanzar a iluminar siquiera un tercio de los espejos. Gonzalo pensó en apresar la mano de Mariana entre las suyas para que lo guiara como lazarillo. Sin embargo, la muchacha había anticipado eso y, más rápida que él, lo soltó y se perdió entre los reflejos.

Gonzalo quedó temblando en la penumbra. Mariana hábilmente lo había dejado a la mitad de la casa. Tras mucho vacilar, abrió los ojos. Gritó. Una muchacha lo estaba observando, inmóvil. Se acercó a ella. Notó que era una de tantas calcomanías que, pegadas en los cristales, distorsionaban las imágenes.

El muchacho caminó con miedo, sobresaltándose constantemente gracias a las sombras que veía a su alrededor. Sintió frío, mucho frío. Era una corriente de aire. Probablemente estaba cerca de la salida, así que decidió caminar hacia donde sintiera fresco. Caminó, vio una puerta entre sombras y reflejos. La abrió, y pasarla fue como sentir una cubetada de agua helada.

Mariana había llamado a los agentes de seguridad. Gonzalo llevaba ya 3 horas en la casa de los espejos. Entraron a buscar al muchacho. No lo encontraron. Mariana entró en busca de su amigo. Gritó que no era gracioso. Lloró porque la broma se le había volteado. Recorrió toda la casa. Al acercarse a la salida vio junto a la puerta un espejo plateado con una calcomanía que la hizo gritar: la figura de un joven viendo con horror su propio reflejo distorsionado en un espejo.


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