Foto de Dima Solomin en Unsplash

Hace tres años, el 8 de septiembre de 2020, un amigo me metió a un chat de grupo en WhatsApp. Lo tituló “Fans del Vampire” refiriéndose al juego de rol  y por explicación dio mis credenciales (rápido y mal) y las del otro participante, para después decir que era pésimo presentando gente antes de salirse del chat. Eso pudo ser la interacción más incómoda a la que me había enfrentado en tiempos pandémicos, pero en realidad terminó siendo el inicio de mi relación actual.

Así fue como conocí a H: a través de un chat de WhatsApp. Con el tiempo he sabido que tanto H como yo le dijimos a nuestro amigo en común que no queríamos ni buscábamos una relación. Pero a él no le importó y nos aventó al ruedo. Sé que ya llevaba un rato pensándolo, porque sus charlas por separado con cada uno de nosotros hicieron que pensara que podríamos llevarnos bien. No se equivocó.

H y yo empezamos a platicar hace tres años y no hemos dejado de platicar desde entonces. Estuvimos chateando diario por tres meses antes de atrevernos a vernos en persona.

Mis primeras citas con H fueron muy caseras por el hecho de estar en plena pandemia. “Salimos” (no sé si puedo decir que salimos cuando nos veíamos en casa porque el mundo se estaba acabanado) durante 3 meses antes de empezar a andar.

No voy a hacer un recuento largo de mi relación con H, simplemente dejo acá en mi abandonado blog, una notita de que no olvido lo mucho que cambió mi vida un 8 de septiembre por un chat. Qué felicidad que mi amigo tuvo esa ocurrencia. Qué bellos tres años han sido.

Foto: Parte de mi biblioteca en el nuevo hogar.

Hoy hace un año me vine a vivir a Querétaro con H. Eran pasos importantes para nuestra relación: ser familia, fomentar la convivencia diaria con G, buscarnos un espacio mejor aprovechando que ambos trabajamos desde casa.

En marzo de 2022, al cumplir un año de andar, decidimos que vivir juntos, fuera de la Ciudad Monstruo, era lo que queríamos hacer. Y en unos cuantos meses logramos dar con la casa para vivir (fue una pesadilla llegar a concretar el contrato de la casa, no por el casero, sino por las corredoras de bienes raíces que era un desorden con pies), inscribir a G en la prepa que le llamó la atención y organizar el plan de la mudanza. Era unir dos hogares en uno mismo, lo que implicaba que la mudanza partía de punto A, pasaba por punto B en CDMX y de ahí, agarraba camino a punto C en Querétaro.

En el mismo plan trazamos que H y yo nos íbamos en avanzada y dos semanas después, íbamos por las criaturas: G, Cora y Spike. Para ese movimiento le pedimos ayuda a mi mejor amigo. En un coche traíamos a Spike y en el otro, a Cora. Los perrines no se habían conocido antes y queríamos que se conocieran entrando a la casa que iba a ser territorio neutral. La patoaventura que fue eso de unir a los dos perrines es cuento para otra ocasión.

Hoy estamos en otra casa, una donde pudimos acomodar más a nuestro gusto los espacios. Estamos prácticamente liberados de cajas a un mes de la mudanza y creo que nos sentimos más en casa que nunca. Hace no tanto una amiga nos preguntó a H y a mí qué fue lo más complicado de empezar a vivir juntos y la verdad es que… no encuentro algo que haya sido particularmente complejo.

Las ventajas de habernos conocido hacia el fin del mundo incluyeron que pasamos mucho tiempo juntos en casa, particularmente en el depa de él, que es pequeño. Tuvimos que trabajar desde ahí, juntos, y eso nos enseñó nuestros modos para trabajar. Pasamos fines de semana juntos y eso nos enseñó nuestros modos para compartir el esparcimiento. Además, la comunicación entre nosotros ha sido siempre muy abierta.  Creo que eso, más que nuestros ciclos circadianos son similares o que él es un amor, es lo que nos ha hecho tan fácil la transición.

Hoy estoy feliz de que estamos juntos, de que somos familia, y que cumplimos el primero de los que espero sean muchísimos años juntos.

Foto de Matthew Henry en Unsplash

Tiene poco que me mudé. Este viernes va a ser un año de vivir con H, mi pareja. Y el lunes 26 de junio nos volvimos a mudar, espero que por última vez en un par de años porque qué friega es eso de mudarse, oigan. Pero esta mudanza me ha enseñado muchas cosas de mí misma y de mi relación.

Soy una persona que se estresa con facilidad. Mi hijo se burla y dice que soy un Psyduck, ese pokemon que es una bola de estrés andando. El estrés no me ayuda con muchas cosas de la vida, como con mi problema metabólico (Síndrome de Ovario Poliquístico, o SOP pa’ pronto, del que luego les hablaré más). Aunque creo que el estrés me viene del perfeccionismo. Esa habilidad que tengo para planificar cosas suele ayudarme a bajarle a mi estrés, así que estuve planificando cosas para la mudanza, incluyendo guardar dinero para poder amueblar la nueva casa.

El caso es que para facilitarnos la vida, contratamos de estos servicios que van, empacan todo, te mudan y desempacan. Resultó ser un servicio muy, MUY eficiente. Y aquí viene uno de mis aprendizajes: H me conoce muy bien. El día que estábamos desempacando, me quedé en la cocina viendo cómo acomodar todos nuestros enseres. El señor que estaba ahí desempacando iba más rápido de lo que yo podía vislumbrar dónde iba a dejar cada cosa. H entró y me encontró francamente abrumada. De la forma más amorosa posible, me corrió de la cocina, dándome su celular y diciéndome que revisara qué café de Starbucks quería.  Mientras yo vagaba fuera de la cocina, H le pidió al señor mudancero que fuera sacando las cajas vacías.

Verán: el desorden físico me causa desorden mental y me abruma. El hecho de que el mudancero fuera tan eficiente me abrumó horrible porque yo ya no sabía dónde acomodar las cosas, el señor seguía desempacando y yo no veía que las cajas disminuyeran. Caos. H supo perfectamente que para hacer defuse tenía que sacarme de ese lugar, buscar un poco más de orden en medio del desorden y enfocarme en algo más, entiéndase, un café de Starbucks.

Ahora, nos mudamos a una casa que ya tiene sus años y aunque la han ido remodelando y dando mantenimiento, tiene sus detalles. Eso ha implicado que hemos tenido trabajadores en la casa arreglando cosas. Nada muy tremendo (salvo la tubería de la cocina que tronó el sábado y nos dejó sin agua 36 horas, fun!), pero significaba tener gente metida en la casa. No acababa de sentirme en mi casa. El domingo, ante el no poder arreglar gran cosa H y yo decidimos… tirarnos a ver películas. ¿Para qué estresarnos? No lo podíamos arreglar en ese instante.

Esa es la segunda cosa que he aprendido: si bien sí soy estresada, cada vez aprendo a manejar mejor mi estrés. Y miren que cosas para sobrepensar me han sobrado. Por ejemplo: por el SOP es importante que haga ejercicio por lo menos 5 veces a la semana y que siga un plan alimenticio. Sin embargo, los días de mudanza fueron caóticos y los horarios de comida, imposibles. ¿Cocinar? No se lograba y si bien en mi nuevo hogar tengo más opciones de comida para que UberEats la traiga, no todo es 100% sano. H y yo ya sabíamos que íbamos a estar en una especie de survival mode, así que decidí no preocuparme y fluir. ¿Que no puedo seguir el plan por unos días? Lo importante es no olvidar comer para no colapsar. ¿Que no puedo hacer ejercicio diario? Acababemos de acomodarnos y ya luego retomo el ejercicio. No es falta de disciplina, es priorizar. Ufff, convencerme de eso hace algún tiempo habría sido imposible y habría estado de un humor de perros, segura de estar fracasando.

¿Hoy? No tanto. Esta mudanza me recordó que he avanzado muchísimo en ser más amable conmigo misma y en bajarle a mi estrés. Creo que contar con una pareja como H cuenta muchísimo. Pero es bonito tener esos recordatorios de que la vida fluye bien.

Foto de Sincerely Media en Unsplash

Llevo ya muchos años repensando mi uso de redes sociales y particularmente, de este espacio mío. Cuando empecé a nombrarme Nerea fue cuando surgieron los blogs, ahí en la prehistoria del uso de internet para socializar, cuando nos decían que era malo decir quién eras y dar información personal (oh, tan ingenuos, cuando no regalábamos nuestra data) y se hablaba de que el internet iba a democratizar el conocimiento y mejorar a la humanidad.

En esos ayeres, yo era bloguera irredenta, publicando diario y a veces, hasta dos veces al día. El blog se llamaba “Mi paso por aquí” y su título era la definición de mi intención: dejar una huella de lo que era mi transitar por esta cosa llamada vida. Fue una huella muy corta, porque cuando MSN decidió cerrar su parte de blogs, mi sitio desapareció. ¡Ah, la impermanencia del internet! Pero antes de eso, me entretenía en narrar mi vida, con nombres ficticios y personajes asignados, como ejercicio de escritura, de diario y de cartas para nadie, lanzadas al vacío. Migré a Blogspot. Cuando empezaron las estadísticas me di cuenta de que más personas de las que creía me leían, aunque nunca lo tomé tan en serio como para generarme una base de seguidores. ¿Vivir del internet? Era una locura.

Pero todas las puertas que se podían abrir con la socialización virtual me llamaban mucho la atención. Cuando las redes sociales empezaron a ser algo más usado en México, yo empecé a abrir perfiles y explorar las posibilidades. Todavía no existían términos como community manager y social media manager. Sin embargo, con la creación de Kya!, mi revista digital, mi equipo de trabajo y yo empezamos a explorar las vicisitudes de generar comunidades en línea. Empecé, incluso, a dar talleres sobre la importancia y los alcances de la naciente social media.

Fast forward muchos años (18 desde que empecé a bloguear, casi 14 desde que creé mi primera campaña en redes sociales, 8 desde que incursioné de lleno en publicidad digital) y estoy atorada mentalmente. Mi día a día son las redes sociales. Mi puesto es Social Media Manager, lidereando un equipo dedicado a llevar comunidades en línea para marcas relevantes. Investigar sobre las redes sociales y su mejor funcionamiento para diseñar una estrategia es el pan de cada día. Entre más me he dedicado a esta línea de trabajo, más a la deriva digital he dejado mis proyectos personales.

Por un lado, hay un enorme burn out en mi mente. Tratar de, en mis espacios de esparcimiento, seguir en el mismo track mental (estrategias, parrillas de contenido, generación de contenido, medir interacción y un gran etcétera) es lo que menos me apetece. Pero también he dejado de escribir con frecuencia desde hace mucho tiempo. Tenía la idea de que debía ser muy profesional. Ya no compartir cosas personales y sólo dedicarme a generar una huella digital específica. Cada que abría mis documentos para escribir entradas en este blog me quedaba en blanco. He leído muy poco como para subir reseñas con frecuencia. Ya no quiero pensar en redes sociales cuando acabo de trabajar. ¿Qué iba a compartir?

Por otro lado, hay una necesidad casi imperativa en mí, de retomar escribir mi diario. Soy una mujer que escribe en cuadernos, a mano, porque es algo que le da paz a su mente. Pero por un problema en mi mano derecha, llevo casi 10 meses sin poder escribir a mano. Recordé lo mucho que disfrutaba escribir en mis primeros blogs y que hasta era más natural cuando no tenía una agenda qué seguir.

Así que decidí que hoy es tan buen día como cualquier otro para retomar la bonita costumbre de lanzar mis cartas al aire, mi paso por aquí trazado en un blog. Habrá de todo un poco, pero sin agenda ni estrategia, ni nada de esas cosas que de pensarlas me abruman. Simplemente mis letras y yo, a donde me vayan llevando. Si están aquí, leyendo, bienvenides sean.

Esta es una idea que tuve el año pasado y luego pasó la vida y no continué, pero creo que nunca es tarde para hacer las cosas. Muchas veces pienso que mi problema es que soy poco disciplinada. Pero H dice que no, que disciplina me sobra. Más bien es que quiero hacer todo al mismo tiempo y eso es lo que complica las cosas. Tratar de recordar “you can do anything, but you can’t do everything” es complicado. Ya debería tatuarme ese recordatorio en el brazo o algo. En fin…

Escribir siempre ha sido una cosa fundamental en mi vida y hace poco, en charla con mi Círculo Fantástico, Ale Gámez dijo muy atinadamente: la escritura requiere práctica, es como un músculo que se ejercita con frecuencia. Así que aquí estoy, lanzando mensajes como botellas al mar desde la isla desierta de mi computadora. Al final escribir me ayuda a organizar mis ideas y a ponerme objetivos. Es por eso que vocalizarlo para el exterior es más bien un ejercicio para mi interior.

¿Qué traerá marzo?

Marzo ya nos alcanzó, junto con el calor. No sé a ustedes, pero a mí el calor me agarró desprevenida. Todavía la noche previa al golpe de calor que cayó con todo yo había sentido frío y me había hecho bolita bajo la cobija polar. No me malentiendan, yo soy de esas personas que aman el calor, particularmente porque ciertas lesiones viejas molestan menos con el calor que con el frío (aunque si debo elegir equipo ¿no puede ser templado y todos felices?). Sólo siento que no hubo transición entre un clima y el otro.

Aunque si lo pensamos bien, en la vida rara vez hay transiciones. No me acuerdo de la frase palabra por palabra, pero me parece que C. S. Lewis decía que es curiosa la vida porque en el día a día nada cambia y cuando volteas hacia atrás, ya todo cambió.  En esa idea, hace un año H y yo estábamos en vísperas de cumplir un año de noviazgo y pensando en mudarnos fuera de la Ciudad Monstruo. Hoy, en vísperas de cumplir dos años con él, ya estamos bien instalados en otra ciudad, trabajando desde casa y viendo al adolescente crecer y avanzar.

Pero marzo también me trae muchos retos. Estoy tratando de reestructurar mis proyectos y mi presencia en línea. Es irónico que dedicándome a Social Media, llevar mis propios canales de comunicación me cueste tanto. Luego recuerdo que ya hago esto 40 horas a la semana para alguien más y que es lógico que mi mente ya no quiera más fuera de horario de oficina. Por eso: reestructurar.

Plantear objetivos es el primer paso para lograr algo ¿no? So: cafecito es igual a chisme, qué voy a hacer este mes.

 

Actividades de marzo

Fechas en las que hay actividades en las que participo

Antes que nada, sigo con los círculos de lectura. Nos reunimos una vez al mes para hablar de los libros. Para el Círculo Fantástico vamos a leer Un mago de Terramar de Úrsula K. Le Guin y para Read & Watch  vamos a leer Crazy Rich Asians. Como marzo termina en viernes, esta vez las reuniones de los círculos no son el mismo fin de semana: con el Fantástico me reúno el sábado 25 de marzo, mientras que con los bibliocinéfilos me reuniré el viernes 31 de marzo. Si quieren participar en alguna de las actividades, pueden escribirme un correo, están a tiempo de acompañarnos.

En febrero Laura Logar y yo iniciamos con Nuestra particular (y lectora) fiesta del té, unas transmisiones en vivo para hablar de libros, lecturas y lo que hay alrededor. Hicimos dos con una semana de diferencia para poder presentarnos con la audiencia. Ahora vamos a hacerlos mensualmente. El próximo en vivo será el domingo 26 de marzo y estaría bueno que nos acompañaran en Instagram.

Estoy trabajando en una estrategia digital para un autor al que admiro mucho y es un paso importante para mí en planes personales. Sin embargo este chisme no se los puedo presumir más allá de eso, no todavía.

Voy a retomar mi newsletter, pero esta vez será mensual, el último viernes de cada mes. Así no es tantísimo contenido tan seguido y les puedo compartir los highlights.

Mi Reading Journal, el número de la news que era sólo para suscriptores, lo voy a mandar mejor acá al blog, de nuevo, como con los highlights de mis lecturas.

Realmente no voy a hacer mucho más este mes (ni dar talleres ni lanzar novedades) porque estoy con un problema en la mano derecha desde ¡seis meses! Me tiene en la desesperación absoluta porque no puedo hacer muchas de las cosas que me relajan: colorear, escribir, hacer mi bujo… resulta que mi umbral alto al dolor atacó de nuevo y lo que parecía era una tendinitis es un desgarre (leve, pfff) de un tendón. Necesito ir a fisioterapia de dos a tres veces por semana hasta nuevo aviso, ay 😵‍💫

Eso significa que tampoco puedo escribir demasiado en la compu, peeeero puedo avanzar con lo que quiero: escribir sobre libros y sobre social media y sobre todos los temas que llaman mi atención. Acá en mi sitio pueden ir econtrando los updates de mis últimas lecturas. En Medium voy a estar publicando en inglés, por si luego quieren compartir material para gente de habla inglesa.

Básicamente eso es lo que pueden esperar. Veamos qué tanto se puede.

Imagen destacada de Thought Catalog vía Unsplash

He notado que escribo muy poco recientemente. Primero pensaba que era, como a todos les pasa, resultado del cambio en el orden de las cosas a partir de que empezamos a vivir una pandemia. El agobio, la ansiedad y el duelo mundiales me estaban comiendo viva, mientras trataba de mantener el orden en mi hogar. No ver a mi familia nuclear, poner buena cara para mi hijo, aprender a trabajar a distancia y a irme haciendo de lo que necesitaba para que el trabajo fuera funcional. Todas esas cosas me ocupaban la mente. Leer y escribir me costaba trabajo. Eventualmente esta situación que se ha extendido por casi dos años se volvió habitual. Me di cuenta de muchas cosas que clasificaba de “normales” que ahora me parecen una locura: los tiempos de traslado, cargar a todos lados una mochila cual segundo hogar a cuestas porque salía al alba de mi casa y volvía ya entrada la noche y un largo etcétera. Tras haber visto que es posible lo que me dijeron que no se podía (trabajar desde casa para una oficina que me da todas las prestaciones que pude sólo soñar antaño y crear un balance un poco menos caótico entre vida personal y laboral), no concibo “regresar” a lo de antes.

Y ese antes incluye algunas concepciones sobre mí misma y mi vida.

Hoy desayuné con una amiga del trabajo y me hizo un comentario que varias personas ya me han hecho. Cuando mencioné algo sobre mi novio y el tiempo que llevamos siendo pareja, ella abrió los ojos grandes y me dijo que juraba que mi relación llevaba más tiempo. Al parecer, el cómo hablo de H y el cómo manejamos nuestra relación da la vibra de “madurez en relaciones” que se alcanza únicamente con el tiempo de larga convivencia. En el gran espectro de las cosas, llevamos un año y meses de conocernos y 9 meses de ser pareja. Eso es poco tiempo comparado con cuánto llevamos de vida cada uno, por ejemplo. O con la vida de mi propio hijo. Es poco tiempo incluso comparado contra mi carrera en publicidad digital. Sin embargo, me parece que precisamente el haber creado una relación en lo que parece el fin del mundo como lo conocíamos nos ha ayudado a ver muchas cosas de forma similar.

He notado, insisto, que escribo muy poco recientemente. Mi mente ha estado entre la saturación de un exceso de trabajo y este perpetuo modo survival que inició en marzo de 2020 y no ha parado. Al mismo tiempo, desde marzo de 2021, mi mente está maravillada por mi relación con H. Todo eso que pensé que no podía pasar en mi existencia, ha pasado.

Todavía me encuentro sorprendida por tener el apoyo de mi pareja cuando le hablo de mis proyectos. El que lea como si no hubiera un mañana no le parece una pérdida de tiempo y el que sueñe con publicar mis libros le parece un gran objetivo. Ustedes podrán decir que eso es lo normal ¿no? Una pareja que te apoya y que está contigo en tus ocurrencias. Pero yo vengo de relaciones en las que me era reclamado que mi prioridad no fuera el otro. La figura de mujer devota ama casa jamás ha sido lo mío. Particularmente por la parte de sumisa. Anteponer al otro a mi propia felicidad no me nace fácilmente, no por motivos egoístas, sino porque desde hace mucho intuyo que si yo no estoy bien, no puedo ofrecerle nada al otro. Si la depresión me dejó algún aprendizaje en mis 20’s, fue ése. Y para estar mentalmente estable, necesito crear. Para crear, necesito espacio, tiempo, lecturas, música. Siendo madre soltera, esas cosas fueron por mucho tiempo, lujos difíciles de conseguir(me). Luego me mudé, porque mi trabajo me lo permitía, y fui creando mi espacio de trabajo y mis rituales de unwind en mi propio tiempo. Llegué a pensar que esa misma necesidad de mis espacios y mis tiempos iba a ser motivo de una soledad inevitable. ¿Qué hombre iba a querer estar con una mujer así? Con un pie en la tierra y el otro en las nubes, creando historias, navegando entre letras, siempre pensando en el siguiente proyecto.

Me di cuenta de que no terminaba mis proyectos literarios porque me daba miedo: una vez que estén allá afuera serán una declaración de la mujer escritora, independiente, que no necesita ser salvada, una afrenta al mundo heteronormado. Una declaración de guerra contra el género opuesto que en dos o tres ocasiones, desde rostros y voces distintas, han intentado frenar mis letras. Desde el que para entenderme hay que leerme, y leerme es hiriente, hasta que para qué escribo si es sólo un desperdicio de papel y tinta, he escuchado de todo como freno para mi impulso creativo.

Esa necesidad de contar historias me viene desde hace muchos años. Mi madre aún guarda los cuentos que escribí e ilustré estando en primaria baja. El primer taller de cuento al que asistí fue a mis 10 años. En el taller más reciente, tomado en septiembre y octubre de este año, me dijeron que proyecto en mis cuentos una feminidad steampunk que se burla del status quo a través de una crítica que se ancla en el humor. Escribo esas palabras para no olvidarlas, porque yo por mi propia pluma jamás me habría clasificado así.

Escribo poco por dos motivos: por mis proyectos de letras y por mi relación. He notado que me vuelco mucho a mi diario para escribir todo lo maravillada que estoy por estar con H. Sus detalles no dejan de asombrarme porque es lo que siempre anhelé y pensé que no podría tener. Puedo llegar a él como náufrago que llega a tierra y sentirme segura. Así se lo dije a él: es mi lugar seguro. Porque procurarnos, ver que el otro esté bien, recordarnos beber agua y comer sano es parte importante de nuestra relación. Pero su bien todo eso me encanta y quisiera (podría) cantar sus alabanzas sin parar, quiero guardar eso como el lugar seguro y personal que es para ambos. Vivir el presente.

Al mismo tiempo, mi modo survival me hizo aceptar más trabajo del que era sano. El miedo a no poder pagar mis tratamientos médicos, derivados de un diagnóstico que me dieron en marzo de este año (casualmente inicié tratamiento al tiempo que iniciaba relación) accionó en mí esa imposibilidad a negarme al trabajo extra que cayera, aunque fuera irónicamente en contra de mi propia salud. Hoy con el agotamiento del burnout que me provocó trabajar a marchas forzadas por más de tres meses seguidos, me doy cuenta de que ciertos lazos del pasado me detuvieron. Con ese agotamiento ¿quién iba a tener cabeza para escribir? Me decía a mí misma que no iba a iniciar nuevos proyectos hasta no cerrar los que ya tengo. Pero acabando mis días a las 9:30 p.m. o 10:00 p.m., lo que menos deseaba era escribir.

En el marco del maratón de lectura #GuadalupeReinas que desde hace cinco años organizan las chicas de Libros b4 Tipos, la pregunta central ¿qué es la lectura? me ha hecho cuestionarme al mismo tiempo qué es la escritura y qué se requiere para poder escribir.

Recientemente leí el ensayo “Dentro del bosque” de la editora y escritora Emily Gould, donde narra las desventuras de querer ser una escritora versus la necesidad de pagar cuentas y sobrevivir en este mundo inclementemente capitalista. Hace poco le hacía la broma a H sobre que ya estoy vieja para ganarme una beca FONCA (para escritores de menos de 30 años) o para conseguirme un sugar daddy y poder dedicarme a mis proyectos de escritura.

Quizá tengo demasiado idealizado, como modo de autosabotaje, el tipo de espacio y momentum que necesito para crear. Cuando en prepa podía escribir un cuento por día con la mano en la cintura, hoy eso me parece imposible con la carga mental de lavar ropa y trastes, cocinar sano para bajar de peso, tomar mis medicamentos, hacer ejercicio, trabajar y pasar tiempo de calidad con los míos.

Dejé de pelear por esos espacios.

Porque con H no tengo que pelear para ganar mi tiempo y mi espacio: él lo respeta. ¿Y cómo se rompen los hábitos tan arraigados? Si no tengo que pelear por mi espacio, ¿ahora qué?

Para empezar, mis letras no tienen que ser un pleito ni contra mí misma ni contra mi mundo, eso es un hecho. Se trata más bien de dejar ir el PTSD emocional relacionado con el dinero, una guerra en la que viví por muchos años. Hoy no tengo que tronarme los dedos pensando si llegaré a final de mes y si podré darle comida a mi hijo. Ya no tengo que decir que sí a cada trabajo que me ofrecen, porque mi salud (física y mental) son más importantes que el miedo a que ya no me busquen para más trabajo.

Creo que hoy puedo seguirme dedicando los espacios, incluso con más calma que antes porque son espacios seguros. Estoy acompañada por mi pareja, por mi hijo y por mis amigos cercanos. Para ninguno de ellos es una locura que escriba. Por el contrario, la locura radica en no hacerlo.  Veamos qué tal va el 2022, sin cargas mentales que me frenen. Seguiremos escribiendo.

“Sigues muy sorprendida” me dijo hace poco una amiga cuando le contaba algo, quizá nimio, de mi relación.

Para mi círculo cercano, mi relación no es novedad: han contemplado el proceso de enamoramiento y de inicio de relación de pareja de cerca. Para el mundo digital, en cambio, mi novio es una mención o una letra (H) de vez en cuando, en la newsletter como el culpable de muchas películas que veo, en algunas fotos de Instagram como el que me acompaña a salir de la ciudad y nada más. Es raro que comparta fotos de nosotros ni canto sus alabanzas a cada rato en mis diferentes canales de social media. Existen varios motivos para esto: si bien llevo una vida muy “pública” en realidad intento que sean mis intereses y mi trabajo lo que luzca ahí y no tanto mi vida personal, porque entre más me dedico a redes sociales, más claros me quedan los riesgos de compartir absolutamente todo. Échenle que tanto una de mis mejores amigas como H se dedican a ciberseguridad y bueno… Además de que mi relación me tiene tan fascinada que procuro estar presente y vivirla en lugar de reportarla al mundo.

Pero llevo un rato dándole vueltas al “sigues muy sorprendida”. Porque es cierto: sigo maravillada por tener una pareja como H. Y como yo sólo me entiendo escribiendo, heme acá tratando de trazar el por qué de mi sorpresa, más que nada porque creo que hay detalles que son relevantes.

El amor romántico y desechable

En una sociedad de fast love (retomando lo que plantea Adrián Chávez), donde predomina el amor romántico que tanto hemos interiorizado gracias a los productos de cultura pop, existen expectativas e ideas que alteran mucho cómo nos relacionamos. Dentro del set de ideas que trataba de desechar, pero que tenía muy sembradas en mi interior, estaba el que ser como soy era malo. Esa es la versión corta. La versión larga era: siendo una mujer tan terriblemente inquieta, con necesidad de siempre estar creando, y ser tan independiente (sin necesidad de ser salvada) no me hacía digna de tener pareja. Porque el hombre está para salvar, procurar y proveer ¿no? Y si no hay necesidad de que me salven, ni me procuren ni me provean ¿qué persona me va a querer como pareja? Súmenle el que soy mamá soltera, así que “vengo en paquete”.  Aunque el venir en paquete no me hace “anhelar el rescate”. Me identifico más con la bruja que con la princesa del cuento. Mi abuelita, tratando de echarme porras, alguna vez me dijo que todo eso que admiraba de mí, mi independencia, la forma en que siempre he buscado salir adelante, el que no me quedo callada, es precisamente lo que iba a hacer que muriera sola.

Si bien no iba por la vida buscando pareja y hace mucho decidí que juntar dos soledades no más hace una mucho más grande, bien que mal el que te repitan constantemente ciertas cosas hace que uno acabe preguntándose ¿tendrán razón? ¿estoy mal configurada por no soñar con una boda como fin último en mi vida? Mi psicóloga me recomendó leer a Coral Herrera y al leerme “Mujeres que ya no sufren por amor” vi verbalizadas muchas cosas que intuía pero no acababa de definir.

Al sistema patriarcal en el que vivimos le conviene mantenernos a las mujeres enajenadas buscando el amor romántico, ese príncipe azul que aunque al conocerlo sea un patán, cambiará por amor verdadero; mientras que los hombres son educados para estar ajenos a los sentimientos y las emociones que son “cosas de chicas”. Si desde pequeños nos segmentan y nos enseñan a querer de formas distintas ¿qué oportunidad tenemos al crecer? Las expectativas de lo que es una pareja es muy diferente y por supuesto, eso impacta en las relaciones. Además, no olvidemos: el “y vivieron felices para siempre” involucra a una Cenicienta que se casa a los 15 años cuando la expectativa de vida eran 30. Pero al cambiar la sociedad, tanto por los avances médicos como con los feminismos, esos paradigmas empezaron a quebrarse.

Cuando cumplí 30 años empecé a sentir el peso social de no haberme casado aún. A pesar de que el matrimonio nunca ha sido una meta en mi vida. Varios de mis amigos se empezaron a casar y me sentí ajena, no por no estar casada, sino por no encontrar mi camino en las normas sociales. Tantos años que luché por mi libertad, por poder crear mis lazos con mi tribu, por poder dedicarme a escribir y trabajar desde casa al menos la mayor parte de mi tiempo… ¿quizá sí tenía que dedicarme a un trabajo godín y ceder en mi forma de ser?

 

La mínima decencia humana y muchísimo cariño

Aprender a defender cómo es una en esta sociedad que corta tanto la creatividad es complicado. Yo estaba hecha a la idea de que eso implicaba sacrificios, como no tener pareja. Pero también había aprendido que el amor no es nada más el de pareja y repartía mis afectos con mis amigos, mi familia y mis pasiones. Escribir, leer, crear siempre me han movido. Soy de esa extraña cepa de humanos que desde muy pequeños saben qué aman con todo su ser y buscan mantenerlo cerca de sí toda su vida. A los 8 años supe que escribir y dar clases eran esas cosas que no podía soltar. No sabía si iba a poder vivir exclusivamente de ello, pero podía intentar con todas mis fuerzas.

En el camino he topado con obstáculos. El novio que me dijo que mejor aprovechara mis habilidades para relacionarme con la gente para lograr echar a andar el negocio que él había puesto en vez de seguir adelante con mi revista. Mi padre constantemente diciéndome que cuándo iba a madurar y hacer algo productivo, que cuándo iba a ser una proveedora real para mi hijo. El novio que ante cualquier comentario de las cosas que me desesperaban de mi trabajo me decía que si ya iba a renunciar a la publicidad para hacer algo real. Él era el mismo que me decía que por qué insistía en escribir si ya estaba todo escrito y seguro no iba a poder aportar nada nuevo. Y el mismo que me decía que por qué siempre estaba pensando en el siguiente proyecto. A veces me veía tentada a pensar como un amigo mío: hay tres pilares en esta vida y si logras que dos jalen estás del otro lado. Esos pilares, según mi amigo, son trabajo, familia/amigos y pareja. ¿Tener pareja me iba a obligar a estar en un pleito constante con lo demás de mi vida? Así no juego. Una pareja que no me aguanta cuando estoy con mis amigos porque lo desesperamos (sí, sí pasó), ¿es una pareja con la que yo quería estar? O una no-pareja que me buscaba cuando estaba aburrido y a veces se arrepentía de buscarme y me dejaba plantada. Sentía que así era la vida y que por ser como soy no iba a lograr gran cosa en el ámbito romántico.

Cuando conocí a H, ya lo he dicho antes acá, no tenía intenciones románticas aunque quien nos presentó intuía que podía haber un match. Tal vez eso ayudó a que yo me presentara con la desenvoltura y desfachatez de la que soy capaz: esto soy. Una mujer alborotada de mente inquieta, que ríe a carcajadas, come con ganas, siempre está escribiendo una historia en su cabeza y planeando qué más crear. En lugar de espantarse, H se quedó. Cuando me quejaba del trabajo con él, entendía la diferencia entre verdadera molestia o incomodidad vs los quirks de mi rubro de trabajo. Cuando le contaba de mis proyectos me preguntaba más. Y, en palabras de mi hijo, me demostraba la mínima decencia humana. Me escuchaba no para resolver mi vida, sino para conocerme. No me dejaba regresarme sola en Uber a mi casa, sino que me daba aventón.

Mis estándares estaban bajo alfombra y mucha de mi sorpresa actual con mi novio se debe a que me ha ayudado a entender qué es lo mínimo indispensable en una relación (y luego un mucho más). Sentirme apoyada por él ha sido algo refrescante porque es la primera vez que siento ese respaldo incondicional para con mis ideas por parte de mi pareja. Mis amigos siempre lo han hecho. Mis ex-parejas, no tanto.

Sigo sorprendida a veces para mal, ¿cómo es que acepté tan poco? Sí, la frase aquella de The perks of being a wallflower es muy cierta: We accept the love we think we deserve. Pero también sigo sorprendida por todo lo que estoy aprendiendo al lado de H sin que él se ponga en plan de “ay, niña inculta, te voy a enseñar”. Me ve como su igual y vamos compartiendo la vida.

Sigo sorprendida por el daño que nos hace la sociedad y las expectativas de los roles sociales, porque por muy visibilizados que yo los tuviera, me seguían azotando. Y Sigo agradecida por la enorme belleza de poder ver que hay mucho más allá de esas paredes que nos traza el amor romántico. No se trata de dividir la vida en clusters y apostar porque algunos jalen para decir “vamos de gane”, se trata de recordar que somos seres complicados. No nos define ni el estatus de relación, ni la carrera, el trabajo o los ingresos. Hay muchas más aristas.

Pero ante todo lo importante es que sí es posible hacer que todas esas aristas compaginen con el plan de vida en pareja. Sí es posible que alguien no sólo reciba el cariño que le doy sino que me quiera como soy.

Agradezco mucho esta etapa de mi vida, donde si bien el enamoramiento sigue a todo lo que da, también me ha roto esquemas, me ha enseñado cosas y ha aportado mucho a mi vida. Y ojalá esa capacidad de asombro no se acabe.

Viernes, 30 de abril, 2021.

Mi día ha fluido medio atropellado. Desde las 2 de la tarde he estado en juntas sin parar ni siquiera para comer. No es sino hasta pasadas las 6:00 p.m. que puedo detenerme para agarrar bocado, antes de mi taller de las 7:00 p.m. En esa pausa me llega un mensaje de H.

“Acabo de agregar varias canciones divertidas a nuestro playlist, pueden ayudarte a relajarte”

Sonrío al leerlo y corro a Spotify a revisar nuestro playlist que ya contiene casi 300 canciones y dura al menos 20 horas. Pongo la música y me relajo. Topo con una de las versiones de “Over the rainbow” que más me gustan en la vida y mensajeo a H para decirle que amo esa versión y contarle lo que me hace sentir la música.

Nuestra relación se ha ido construyendo así: con mucha música, una plática constante sobre lo que nos pasa, lo que nos gusta y particularmente, sobre lo que sentimos. Creo que desde hace meses no hay día en que no me sorprenda algún detalle, si gustan ínfimo, que H tiene conmigo.

“Descansa, por fa, ha sido un día súper brutal”, me dice cuando le aviso que mi taller ya terminó y sólo puedo pensar en lo afortunada que soy de estar con alguien que me procura así. Mis amigos (los del trabajo y los de toda la vida) ya deben alucinarme un poco, porque les comparto con frecuencia ese asombro. Quizá lo que nadie dimensiona es que la raíz de todo mi asombro es la enorme y hermosa capacidad que aún tengo de querer a alguien de forma tan profunda y entrañable.

H, por si no lo han adivinado, es mi novio.

Nos conocimos en medio del fin del mundo. Y si las circunstancias no bastan para estar asombrada por estar loca por él, entonces la inconmensurable profundidad de los sentimientos que me despierta debería.

Esta bella capacidad de amar(se)

Suena a cliché desgastado decir nunca me había sentido así, como salido de una canción de amor pop, pero no lo es por el simple y llano hecho de que jamás me había sentido tan cómoda conmigo misma. Mi historial de parejas no había sido el mejor, pero pienso mucho en esa frase de la película “The perks of being a wallflower”: aceptamos el amor que creemos merecer. Y cuando una tiene la autoestima a la altura de bajo alfombra, cualquier migaja es suficiente.

No sé en qué momento al fin empecé a creerme lo que amigos y familia me decían: vales muchísimo, Nerea. La terapia psicológica también me ayudó a darme cuenta de que contar mis fortalezas y notar mi resiliencia no era soberbia sino simplemente visibilizarme a mí misma.

En mi narrativa personal he buscado no retratarme como víctima, sino como superviviente. Relaciones de abuso en todos los niveles, ser madre soltera en un país machista y jodido como la fregada y aún así poder mantenernos a G y a mí son logros que no uso como pretexto para tratar mal al mundo, sino como recordatorios de que debemos ser bondadosos con los demás. Sería mucho más fácil ser una porquería de persona y justificarme diciendo que he tenido una vida muy difícil. ¿Qué ejemplo sería ese para mi hijo? Además, eso habría alejado a todos de mí y mucho de lo que he construido se basa en no estar sola: me acompaña mi tribu con la que estoy eternamente agradecida.

Creo que fue ahí. En el momento en que aprendí que el amor tiene muchas caras y no sólo la de pareja y noté el enorme amor que me rodea todos los días cuando empecé a verme como me ven los demás. Me gusté y hasta me enamoré de mí misma (no en un sentido narcisista, claro). Lo irónico es que en ese instante pensé que no tendría pareja o que sería muy complicado que alguien quisiera aventarse a ser mi pareja (¡ay, ese lenguaje! “aventarse” como si fuera un peligro, un riesgo, una locura quererme).

Mis ritmos, mi vida, el disfrute de mi soledad, la cantidad de proyectos que traigo encima: todo eso, como vestigios de discursos del pasado, lo veía como grandes fortalezas y al mismo tiempo, grandes motivos para ahuyentar a cualquiera porque ¿quién iba a querer a una mujer independiente, inquieta y creativa? Soy la mujer a la que le han propuesto matrimonio como forma de silenciarla y aquietarla, por ejemplo. Soy a la que intentaron romper porque sus proyectos eran demasiado y sería mejor que esa inquietud la canalizara a proyectos ajenos “si de verdad te importa la relación”.

Pero me amaba y amaba mi vida, mis amigos, mi familia, lo que había construido. Me sentía feliz con todo lo logrado y si no estaba en los hados el amor de pareja y sólo iba a tener el amor filial y platónico, so be it. No me podía quejar.

Las conexiones inesperadas

Un día platiqué con un amigo sobre que me veía sola a partir de mis 40’s, pues G cumplirá mayoría de edad en ese periodo de mi vida y lo he criado para la libertad. Mi hijo tiene planes mas grandes que los míos y desde ya está construyendo muchas cosas, entonces sí lo veo alcanzando ciertos niveles de independencia muy pronto.

No lo decía con pesadumbre o nostalgia por algo que aún no ha ocurrido, lo dije con la seguridad de la aceptación que me da el gustarme tal como soy y con todo lo que hago. Pienso en mi mamá, con su casa, sus tiempos, su vida propia ahora sin mi papá. Y lo veo como algo padre: saber estar con una misma.

Mi amigo en cambio, creo que lo vio como algo triste. Me preguntó si estaba bien si me presentaba a alguien. Se me hizo una propuesta curiosa dado que el mundo se estaba cayendo a pedazos. Pero acepté. Lo que no esperaba era que fuera una presentación tan inmediata: un grupo de Whats, un mensaje de mi amigo haciendo las presentaciones y luego saliendo del grupo, dejándonos a H y a mí varados ahí.

Podría haber sido raro, incómodo, un chat silenciado por el ghosteo propio de no saber cómo interactuar. Sin embargo, la plática fluyó con una facilidad asombrosa. Y no se detuvo, ni ese día, ni los que siguieron. Fuimos encontrando varios puntos en común. Desde el inicio, me desbordé con todos los colores y los niveles de intensidad que habitan en mi ser de bruja morada. En mi cabeza, más que prospecto de pareja, H era una posibilidad de nueva amistad. Quizá por eso fui tan desfachatadamente yo al platicar con él.

Empezamos a hallar puntos en común: gustos musicales amplios (aunque los horizontes musicales de H son mil veces más amplios que los míos), jugar rol, leer fantasía. Un día de noviembre le propuse vernos en persona. Ya nos habíamos visto en videollamada porque empezamos a jugar rol (y su voz me fascinó desde la primera vez que la escuché). Él aceptó y nos vimos para cenar en su casa. Fue tan sencillo platicar con él y sentirme cómoda, que me sorprendió que no me espantara. Mi reacción pavloviana ante el sentirme vulnerable es la de correr. Pero mis ganas de conocerlo más le ganaron al miedo.

Volvemos al nunca me había sentido así: H no me causaba ansiedad, no sentía la necesidad imperativa de ocultar partes de mi forma de ser para evitar espantarlo. Y fue, felizmente, mutuo. Le presenté a lo largo de los meses mis sentimientos tal cual eran. Incluso cuando la vocecita mala onda (¿pensaban que no iba a hacer acto de presencia?) trató de tumbarme diciendo que era demasiado encimosa al buscar verlo con frecuencia, se lo dije directamente. No me tildó de loca. Por el contrario, tras meses de charlar e irnos conociendo, me dijo “Qué bueno que sé a cuáles de tus amigos llamar para que de un chanclazo acallen esa voz”.

En algún punto de febrero le dije que me gustaba. No estaba segura dónde estaba parada porque él es serio e introvertido. Felizmente estábamos en la misma página, pues yo también le gustaba.

El hecho de ser tan abierta con él ha traído muchas cosas bonitas a mi vida. Me conoce bien y puede llenar los espacios en blanco en nuestras conversaciones. Entiende mis ritmos de trabajo, de acelere con mis proyectos y si bien no trata de frenarme, me recuerda la necesidad de descansar y cuidarme. Con todo mi desorden hormonal y el primer mes de tratamiento tuvo mucha paciencia (y me recordó al mismo tiempo ser paciente con mi cuerpo). Yo también he ido conociendo qué cosas le emocionan y lo mueven. Contemplo con fascinación cada que me platica de sus pasiones y disfruto que me haga cómplice de sus planes.

Hemos conectado desde la honestidad y el cariño se dio de una forma muy natural. Estoy contenta. No, en realidad estoy eufórica. Siempre nos dicen que la comunicación es la parte más importante de una relación, pero apenas lo estoy viviendo. Qué bonito haber llegado a este punto de la vida. Qué maravilla la emoción que me provoca armar planes con él y pensar que al fin nos encontramos.

Se me desborda lo cursi y no me importa. Mi Instagram se ha llenado de fotos que son viñetas de la construcción de esta relación: cartas selladas con lacre, comida preparada con cariño, granjearme el afecto de Spike.

¿Lo mejor? No he sentido esta necesidad de gritar a los cuatro vientos que estoy en una relación, como en busca de la validación del resto del mundo para algo que es íntimo y personal. No creo que sea necesario que el mundo digital lo sepa todo: mi tribu ha presenciado paso a paso el cómo me fui enamorando y eso me basta. Ha sido un lazo creado en la intimidad de lo cotidiano, convirtiendo el día a día en algo extraordinario. Disfruto mucho del asombro de los detalles sencillos y todo lo que él y yo hemos armado entre nosotros, en la privacidad de nuestra burbuja.

Entonces, ¿por qué escribes esto, Nerea?

Porque quiero poder regresar a las emociones del inicio más adelante. No soy tan ingenua como para pensar que la euforia será eterna. Sin embargo, la aprovecho para dejar huella de su existencia. Me narro para entenderme y conocer mi propia historia.  Esto es un pedazo muy importante de lo que estoy construyendo actualmente y de quien soy.

Imagen destacada de Anthony Tran en Unsplash

He estado muy callada por acá. Han pasado tantas cosas que no sé bien cómo ponerle orden a mi cabeza. De entrada, al fin me aventé a tener un sitio .com para formalizar un poco más mi chamba personal. Pero también he tenido una cantidad de altas y bajas como para enloquecer tres veces.

No me considero especial en el sentido de que sé que en medio de la contingencia sanitaria que una pandemia nos representa, todos estamos en mayor o menos grado con la sanidad mental en el borde de la locura. Y no lo digo como hipérbole. Varios de mis amigos más cercanos están francamente deprimidos, los psicólogos que conozco traen trabajo como para dar y repartir, muchos de mis cercanos están tomando antidepresivos o tienen problemas como insomnio, gastritis, sentirse abrumados, etcétera. Me atrevo a decir que tenemos dos contingencias sanitarias: la del covid-19 y la de salud mental.

Y yo me había alejado un poco de la escritura porque, a pesar de todo, me siento afortunada. Eso me causaba una sensación de culpabilidad enorme. Algo en la cercanía del Síndrome del Superviviente, si gustan. También puede que tenga que ver con esa palabra que ya han desgastado hasta el cansancio en redes sociales: privilegio. Si les hacemos fusión, podríamos hablar de lo que llamo el Síndrome de la Culpa del Privilegiado, 100% inventado por mí y no catalogado.

¿Culpa del privilegiado?

¿Cómo es que me atrevo a inventarme terminología? Ténganme paciencia: nombramos las cosas para conocerlas. Y si narro lo que pasa, puedo entenderme mejor. Ya lo decía Olivia Teroba en Un lugar seguro:

“Narrar es habitar, a través de la palabra, nuestro tiempo. No me refiero solo a la literatura, también hablo de nuestras anécdotas cotidianas, comenzando con los recuerdos.”

 

Dividamos las dos partes de lo que compone mi nuevo término para entendernos.

El Síndrome del Superviviente se refiere a la culpa que alguien siente por vivir, particularmente tras una tragedia, un atentado o similares. Se empezó a categorizar entre supervivientes del Holocausto. Va de la mano con creer que se pudo hacer algo más por la persona que murió para evitarlo, aunque no sea algo factible. Se ha visto en personas que sobreviven tiroteos en las escuelas y gente que sobrevivió en México a los sismos del ’85 y el 19S entre otros. Sus síntomas varían y se pueden conectar con los de Estrés Post Traumático, por lo que no siempre es tan fácil de identificar.

Por otro lado, el privilegio es una palabra que ha sonado mucho en redes sociales y que se ha utilizado desde la sociología para tratar de generar conciencia y cambiar ciertos patrones. Conecta, principalmente, con las facilidades que puede tener un hombre, blanco, heterosexual en la sociedad actual. La verdad es que lo explican bien en este texto de Letras Libres. Sin embargo, la palabra ha surgido con más fuerza durante la contingencia sanitaria por todo lo que ha conllevado.

Como bien dicen acá, es muy fácil juzgar a los que salen a la calle y no siguen la idea de quedarse en casa en plena pandemia. Pero realmente ¿cuántas personas pueden seguir en casa y sobrevivir en un país tan fregado como México? No tantos.

Hace algún tiempo yo reflexionaba que era de las personas afortunadas que pueden trabajar desde casa y que nada les falta. Entra aquí lo que llamo la culpa del privilegiado. No me siento con derecho a quejarme de no ganar suficiente o de andar bajoneada o de extrañar a mis amigos si soy de las personas a quienes la vida no les cambió radicalmente: no me quedé sin trabajo, puedo estar con mi hijo y mi perrita, nadie cercano ha muerto por covid-19. ¿Qué derecho tengo entonces para sentirme mal? ¿Cómo puedo juzgar a los demás o sentirme mal si estoy sentada en la comodidad de mi casa, ante mi computadora, segura de que mi paga va a llegar y que puedo darme lujos sencillos como cuidar mi salud?

Nadie sabe enfrentarse a esta situación

Hace exactamente un año, mi psicóloga me dio de alta. El mundo se estaba cayendo a pedazos y yo me sentía muy afortunada porque estaba en un buen punto de mi vida: no me faltaba nada, podía trabajar desde casa, estaba en medio de un sprint creativo que dio a luz a varios proyectos que están por cumplir un año de vida y me han traído muchas alegrías. Me sentía en el mundo al revés, porque mientras el caos permeaba, yo tenía mucho trabajo como para pensar en eso. Y las veces que me podía frenar a reflexionar en realidad me sentía aliviada: sin tiempos de transporte y correr por la ciudad podía dedicarle tiempo a crear, cosa que siempre me ha hecho sentir viva.

El inicio del encierro por la pandemia significó para mi pequeña familia monoparental evitar que mi hijo requiriera antidepresivos al tenerme en casa y cambiar nuestras rutinas. El peso del cuidado del hogar ya no caía en mi pequeño de entonces 13 años y eso le quitó mucho emocional. Al ya no tener que correr por toda la ciudad, mis rutinas fueron mejorando: ya no era necesario salir a las 8:00 a.m. para volver pasadas las 10:00 p.m. a mi casa. Ahora puedo cocinar diario en lugar de, cansada y harta el domingo en la noche o entre semana tardísimo. Es decir, en general, mi calidad de vida mejoró.

Pero lidio con mucha culpa. A un año y cachito de estar enclaustrada extraño cosas sencillas como poder ver a mis amigos, salir a algún museo o no paniquearme cuando veo las mesas de un restaurante llenas. Añoro poder hacer zarigüeyadas donde con mi mejor amigo, su esposa y otra de mis mejores amigas cocinamos mientras platicamos, bebemos vino y reímos a carcajadas. Extraño las Ladies Night, ver videos absurdos, bailar y comer.  Quisiera poder salir con mi equipo de trabajo por una cerveza o armar una cena y platicar de la vida mientras estamos en un ambiente no laboral. Las pantallas ya no me son un paliativo para la falta de contacto humano. Las largas conversaciones de WhatsApp ya no sustituyen la charla en persona.

Me preocupa la capacidad de socialización de mi hijo, que ha crecido entre puro adulto y que es un tanto huraño (como era yo). Su único punto de contacto con chicos de su edad era en la escuela, lugar al que hasta que no cumpla 16 o surja una vacuna para menores de dicha edad, no lo voy a mandar.

Pero son preocupaciones vanas ¿no? Preocupaciones de alguien que tiene el privilegio de poder quedarse en casa, preocupaciones de alguien que se ha estado quejando de que no le alcanza para ahorrar, pero tiene para vivir. No debería quejarme, me dice la voz mala onda del fondo de mi cabeza. No tengo el derecho a sentirme mal cuando hay tantos sin trabajo, en la incertidumbre de qué harán si se llegan a enfermar o cómo llegarán a la siguiente quincena enteros.

 

El mundo se cae a pedazos y yo estoy en una burbuja sana y libre de peligro. No te quejes, Nerea. No tienes derecho.

Pero el asunto es que sí lo tengo. Mi salud mental como la de muchos, está sufriendo. El ser humano no está hecho para estar aislado, aunque sea un introvertido funcional como yo. Siempre he sido muy hogareña y tener mis libros y mis letras me basta para muchas cosas. Empero, tenía también el contacto de mi círculo cercano. Extraño a mi gente. Y es normal.

Todos estamos ante lo desconocido. No sabemos realmente cómo actuar porque es una situación nueva. Hay angustia, miedo, incertidumbre. Al cerebro no le gusta la incertidumbre. Somos seres sociales y de hábitos fijos. Es por lo tanto lo más natural sentirse desbalanceado de repente. Lo que no hay que permitir es que la culpa nos gane.

Hay días buenos y días malos. Tengo suerte: los buenos superan por mucho los malos en mi cuenta personal. Y eso no me hace mejor o peor persona. Darme cuenta de dónde estoy parada, nombrar lo que tengo, me ayuda a aterrizar los pies y no perderme en el loop obsesivo de mi cabeza.

Si ustedes se llegan a sentir como yo, sin el derecho a sentirse mal, esto es un pequeño recordatorio: está bien no estar bien. No le den cuerda a la voz mala onda, no vale la pena.

O lidiar con el duelo colectivo

Traigo una pena muy grande atravesada en el corazón y estos días no han hecho más que incrementarla. Desde más o menos Navidad he sentido al virus del COVID-19 más cerca, más tangible. En ningún momento, desde que en marzo de 2020 nos mandaron quedarnos en casa, he llegado a pensar que el virus sea falso, no me vayan a mal entender. Sin embargo, para mí seguía siendo algo lejano. Por fortuna, prácticamente todos mis cercanos podían quedarse en casa y lo estaban haciendo. Y quienes no podían se cuidaban muchísimo. Entonces me sentía en esta burbuja de seguridad: si seguimos cuidándonos nada pasará. Como mantra. Como escudo. Como canción de cuna. Todo está bien, nosotros estamos bien.

Cuando dejamos de estar en semáforo rojo, convencí a mi mamá y mi hermana de irnos a encerrar en una casa con alberca. No porque quisiéramos fiesta, sino que a medio año de estar encerrados necesitaba un poco de sol al menos, despejar mi cabeza, cambiarle el paisaje a mi hijo. Y estar con mi familia. Seguimos trabajando y agradeciendo cada segundo: tenemos un trabajo que nos deja estar en casa, tenemos salud, no nos falta nada.

Claro, me pesa mucho el no ver a mi gente. Mi círculo cercano es el oasis y una de las mayores bendiciones de mi vida. Ya en abril escribía sobre el duelo en que estábamos a nivel mundial. En ese texto menciono:

Para mí la felicidad siempre ha estado en mi pequeña red de apoyo, esas personas que han estado en las buenas, en las malas y en las peores. Sentirme lejos de ellos porque tenemos que estar en casa me tiene en un estado de constante agobio.

¡Y apenas era abril! Estamos a poco tiempo de llegar a un año de, en mi caso, estar trabajando desde casa. Eso significa también casi un año de no ver a mis amigos o verlos a la distancia, con cubrebocas, con espacio amplio entre nosotros y extraños rituales que nos impiden abrazarnos, bajar la guardia, estar en paz. En diciembre una de mis amigas me ayudó porque de alguna forma acabé de encargada de armar los regalos de Navidad para todos en mi oficina y necesitaba cajas. Mi mejor amigo dio con un lugar donde vendían cajas a buen precio y Male me dijo que me daba aventón para poder ir a comprarlas. Aprovechamos la ida para platicar. Diciembre siempre es un mes pesado para ella por su línea de trabajo. Cuando me dejó en mi casa me dijo que extrañaba eso, simplemente platicar. Sonreí, aunque no creo que se notara con mi cubrebocas, porque yo también extrañaba estar en el coche con ella, platicando de la vida.

Lo digital no quita la distancia

Paso mucho tiempo frente a la computadora. De mis mejores compras fue ponerle filtro para luz azul a mis lentes. Me sorprendió bastante que en 2020 no incrementara más que una cosa risible mi miopía. Tanto tiempo frente a la compu pensé que me iba a salir más caro en salud visual. Toda mi vida se volvió digital (como la de muchos, claro). Trabajo, juego de rol, reuniones de las Geek Ladies, Círculo de Lectura, clases…

Cuando llegó mi cumpleaños en octubre no quise hacer yet another reunión virtual. Parecía berrinche y muchos me dijeron que simplemente era una más en la lista de cumpleaños arruinados. Pero (y perdón gente de marzo, abril y mayo) el desgaste mental para octubre nada que ver con los primeros cumpleaños arruinados. La distancia pesa cada vez más y el cuidado de la salud mental nunca había sido tan importante.

Las pantallas me tienen cansada. Se vuelve un peso mayor para mi mente. Y está comprobado que es más complicado para el cerebro procesar las reuniones virtuales que las reales. No sólo por el tema del contacto humano sino por la cantidad de información que le estamos aventando al cerebro. En un reunión de Zoom o Meet, con las cámaras prendidas, son muchas cosas pasando al mismo tiempo en el mismo plano. En este caso, en la misma pantalla, y es un gran distractor para el cerebro. ¿A qué le pones atención? En persona volteas a ver a quien está hablando (o no) y tu atención se puede enfocar en un punto en particular.

Pero ¿no prender las cámaras? Doy clases y es horrible sentirte en sesión espiritista: le hablas al vacío y rezas porque alguien te conteste, por recibir una señal de vida y que todo lo que estás explicando está llegando a buen puerto. En el aula de menos puedes ver el interés, el aburrimiento o el vacío irredento de quien está soñando despierto reflejado en los ojos de los alumnos. Puedes decirles que por favor guarden el celular y pongan atención, puedes ver sus caras y relacionarlas con sus nombres. Me precio de tener buena memoria y poder crear una buena relación con mis alumnos. Hoy no les puedo decir más de ¿diez? ¿quizá quince si me esfuerzo? nombres de mis alumnos. Son los que participan. Son los que además de un nombre en la pantalla tienen una voz que identifico y que me hace ver que no estoy como merolico frente al vacío informático. Tuve 100 alumnos este semestre y no creo haber conectado con ninguno. Eso me entristece infinitamente. Una de las cosas que amo de enseñar es justo ver esa luz maravillosa cuando “cae el veinte” o algo cobra sentido en la cabeza de un alumno. Cuando todo lo que les digo llega y hace clic. Fue un semestre desgastante. Había un mundo de distancia entre mis alumnos y yo.

Esa distancia ya me pegaba demasiado como para querer una reunión más de Zoom o Meet para estar con mis amigos en mi cumple. Ese cansancio mental que propicia un día de más de 14 horas frente a la pantalla me quitaba toda la alegría de pensar en platicar con mis amigos. De hecho ha habido un par con quienes he preferido tener largas llamadas telefónicas (y miren que tras años de trabajar en call centers, prefiero evitar el teléfono como medio de comunicación) o largas notas de audio en lugar de más tiempo frente a la pantalla. Al menos escucharlos “hablándome al oído” los siento más cerca.

Este temor que no me deja

En Navidad falleció la abuelita de uno de mis amigos de más tiempo. Él también estaba enfermo. Fue complicado. Mis amigos y yo, los de la prepa, hemos enterrado ya a varios padres y hemos estado acompañándonos en los funerales. Luego supe que mi mejor amigo también estuvo enfermo, aunque prácticamente asintomático. Luego el hermano de una de mis mejores amigas. Y de repente: el COVID-19 está más cerca que nunca.

Esta semana van dos personas que mandan mensajes a chats grupales para insistir en que nos cuidemos. Primero fue mi jefe. Luego una amiga. El mensaje, palabras más o palabras menos, es el mismo: la cosa se pone cada vez más fea y de verdad debemos aprovechar que podemos estar en casa para, duh, quedarnos en casa y evitar contagiarnos. Y entonces, el miedo me atenaza porque cada vez es más tangible que la pandemia está lejos de acabarse.

Intento pensar en esto que por ahí del 3 de diciembre publicaba el Dr. Mauricio González en sus historias de Instagram:

Vale la pena seguirlo, su información es muy aterrizada, digerible y siempre comprobable

Hoy de plano no hallaba las ganas necesarias para vestirme. Coincidió que vi un post de Hitzuji donde decía que se sentía desanimada. Entendí perfecto el sentimiento. Si hoy hubiera podido cancelar el trabajo y quedarme en pijama todo el día, hecha bolita en mi cama, habría estado menos tristona, creo. Me obligué: me obligué a trabajar al menos un poco, a bañarme y vestirme, a hacer un poco de ejercicio incluso. Siento que no puedo dejarme ir por completo ante esta tristeza/angustia/enojo. Ante este duelo. Un duelo que se sigue extendiendo. Siento que no puedo seguirme descuidando, porque eso bajaría mis defensas y entonces hay mayor riesgo. No siempre voy a estar upbeat, claro. No es que quiera vivir en un falso optimismo. Está bien no estar bien. Pero no está bien descuidarme por completo.

Ahora pienso: ¿cuántos se habrán confiado, anclados en un pensamiento mágico, a que con el cambio de año esto iba a mejorar? Bien lo menciona Alberto Chimal en esta nota en su blog:

Podría parecer que no hace falta decir lo anterior, pero esta es una era de pensamiento mágico: no faltará quien crea que, dado que 2020 ha sido el Año Nefasto, el Año de las Catástrofes, el Año de la Peste y el Encierro, bastará completar la vuelta tradicional alrededor del Sol para apagar el interruptor de las tribulaciones.

En definitiva esto no se ha acabado y siento que más que nunca, no podemos bajar la guardia. Es poco probable, si pensamos en la estadística, que no nos contagiemos en algún punto. Lo importante es que no seamos todos al mismo tiempo, para que la atención en los hospitales alcance de verdad. ¿Y entonces?

Alguien explíquele a mi corazón apachurrado que esto eventualmente pasará, que de verdad estar en casa es lo mejor que puedo hacer para volver a abrazar a mis amigos, hacer cenas, beber vino con mi equipo de trabajo. Alguien ayúdele a mi cabeza a no cargar en segundo plano el estrés del miedo a enfermarme y que deje de darme migraña. Alguien dígame que de verdad podré abrazar a mis seres queridos y podré dejar de sentir este duelo que parece infinito y que hoy me ahoga el alma.

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