Ayer le escribí a un amigo: “Estoy en uno de esos puntos en los que parece que los libros me van a sacar de la casa” y le anexé un par de fotos de mi cuarto. El escritorio, mi cajonera, las repisas de mi cuarto y mi mesa de noche. Todos llenos de pilas de libros. Si yo estuviera en un episodio de “Acumuladores” mi tema serían los libros. Una palabra viene a mi mente: tsundoku

Mi hermana me contaba que ella, al igual que yo, tiene algunos libros que consiguió hace un par de años y no los ha leído. Es muy probable que de mi biblioteca personal (un aproximado, a ojo de buen cubero, de 400 libros) la mitad no los haya leído aún. Sin embargo, siguen llegando libros nuevos a mi vida. Sea porque estaban en mi lista de deseos desde hace tiempo y bajaron de precio, sea porque me los regalaron o porque cometí el error de entrar “sólo a ver” a una librería. También cuenta que con frecuencia asisto a las ferias del libro, siendo la que no me pierdo la FILIJ (jamás he ido a la FIL de Guadalajara ni a la FILO y temo que, si algún año voy, acabe pagando sobrepeso por los libros), y no salgo de ahí sin al menos un par de libros.

Siempre he dicho que soy bibliófila: no es sólo el acto de leer y transportarme a otros mundos, sino el libro como objeto. Mi mamá me dice con frecuencia que tengo libros hermosos. Y sí, he buscado libros que son obras de arte. Ediciones que son objetos de colección, no por ser únicos, sino por la belleza que guardan en los detalles.

Muchos de mis libros no se apreciarían en todo su esplendor en ediciones digitales. Y existen aún varios en mi lista de deseos, que por el gran trabajo que hay detrás de ellos, son ejemplares caros. En su mayoría, los que caen en esta categoría, son los libros álbum.

Las pilas de libros que amenazan con sacarme de mi cuarto son la definición del tsundoku japonés: la manía de comprar libros y dejar que se apilen, sin leerlos.

Siempre he pensado que hay más libros que vida, pero tampoco esperaba llegar a un punto tan literal. Acepto que muchas veces mis compras de libros son irreales: dos o tres de golpe. No leo tan rápido como para ir a la par de mis compras. Además, siempre hacia fin de año, me hago de unos veinte libros más o menos, entre mi cumpleaños, la FILIJ y Navidad.

Estoy en uno de esos puntos en los que debo reacomodar mi espacio. Darles lugar a mis libros, ponerle mi ex libris a los más nuevos y darme una idea de cuántos no he leído. Sé que eventualmente los iré leyendo.

Hay libros que han llegado a mi vida en mal momento, como Santiago se va de mi querido maestro José Urriola: llegó a mi casa el mismo día que mi padre falleció. Me tomó un año poder tomar el libro para leerlo. Hay libros que en cuando llegan a mí, no me hablan, no me causan emoción. Son regalos o recomendaciones que pueden ser excelentes, pero mi mood no es el ideal. Así como ocurre cuando de niños nos obligan a leer libros que no van a tono con nuestra mente por una u otra cuestión, así me ha pasado con algunos libros. Tengo varios libros que conseguí por mi tema de tesis, pero que al ver que no progresaba en mi lucha contra la burocracia, dejé sin leer.

Sin embargo, tengo la promesa conmigo misma de leer todos los libros de mi biblioteca, esa biblioteca que empecé a construir con amor y con gran felicidad en el momento en que mi trabajo me dio suficiente dinero para pagar mis necesidades básicas y mis gustos. Y mi mayor gusto en esta vida son los libros. ¡Y se nota! Los libros desbordan en mi cuarto y eso me pone de buenas.

Esta manía de acumular libros me hace feliz. Siento que me rodeo de mil y un mundos diferentes, de aventuras, de ideas, de posibilidades. Todo con sólo abrir uno de los libros que me esperan. Mi pila por leer seguirá creciendo: las posibilidades seguirán aumentando.

Me declaro bibliófila. Eso significa que amo los libros. El objeto en sí. No estoy peleada con los formatos digitales per se, sólo ocurren varias cosas. La primera es que crecí rodeada de libros, en una casa donde regalar o recibir libros es una cosa esplendorosa, donde los cuidamos para que duren más tiempo sin caer en el sacralizarlos, empecé a leer novelas a los  años y no he parado desde entonces. Me gusta la sensación de un libro sobre mi regazo mientras me siento en un sillón, envuelta en una cobija, con una taza de té o café al lado. Si afuera cae una lluvia leve mientras estoy sentada en mi sillón, la escena es idílica y casi celestial para mí. Me gusta subrayar mis libros con mis plumas y plumines de colores y poner post-its para señalar las partes que más me cautivaron aunque eso último lo hago con las lecturas de estudio, no con las novelas. Con las novelas lo que hago es apuntar las citas que más me gustan en un cuaderno. Me gustaría decir que tengo cuadernos retacados de citas, pero empecé con esa costumbre sólo a fechas muy recientes—y perdí el primer cuaderno donde había iniciado, así que básicamente estoy empezando de cero.

En el momento en que tuve un poco de independencia económica y espacio, empecé a alimentar mi propia biblioteca. Claro, los que me conocen saben que amo los libros y me los regalaban desde hace tiempo, pero tiene una cosa dulce el poder irse haciendo de sus propias cosas uno solito. Las librerías son de mis lugares favoritos y yo no puedo salir de viaje sin meterme aunque sea en una librería local. Cuando de plano sé que no hay dinero, me meto en la librería sin nada más que mi existencia, para no ceder ante la tentación, porque he aprendido con los años que un “Bueno, sólo este título” puede derivar en salir con más de tres libros y eso no siempre es prudente. Así es como uno de hace de una pila enorme de libros por leer. Y aunque sé bien que hay más libros que vida, a veces tengo el impulso de querer leerlo todo.

No sé si mi curiosidad nació a partir de leer tanto, o si leo tanto porque soy curiosa. Va tan de la mano una cosa de la otra que se me hace una discusión bizantina tratar de resolver ese enigma, ¡lo mismo da! Lo que sí sé es que leer me ha abierto mundos increíbles. Y veo en cada libro un portal a un diálogo maravilloso con las ideas, los personajes, las cabezas de los autores. Sí, me gusta el objeto en sí. ¡Claro! Tengo muchos PDF’s que me han salvado cuando no consigo los libros (tengo una puntería para querer libros difíciles de conseguir que no cualquiera) pero siendo alguien que trabaja horas y más horas en la computadora y que tiene los ojos ya cansados precisamente por leer tanto con mala luz, que ni con mis lentes de mica antireflejante me libro de cansarme. Por eso amo los libros, sin brillo en las páginas. Claro, hay quien quiere llevarme por el camino de la Kindle o dispositivos similares (y quizá cuando tenga el dinero me haga de una), y no estoy peleada con ello, pero el amor que siento por los libros, el objeto, es por la historia que guardan.

Es por eso que tener libros de segunda mano me gusta: encontrar notitas, lo que otro subrayó, lo que le llamó la atención. El paso del tiempo, de la vida, de los pensamientos, se pueden guardar dentro de un libro. Tengo una amiga en Estados Unidos a quien le comenté que estaba buscando unos libros que no había conseguido en México y que vía Amazon me salían muy caros por el envío (el envío me salía en el doble del costo de los libros en sí). Ella se ofreció a ayudarme a buscarlos allá —ella es bibliotecaria y ama los libros tanto como yo— preguntándome si no me importaba que me los consiguiera usados. ¡Claro que no me importa!

Recientemente me mandó las fotos de los libros que ha conseguido para mí, con algunas notas del tipo “la portada está gastada” o “éste tiene notas al margen” y para mí fue motivo de alegría. Podré leer no sólo las ideas de los autores, sino de los dueños anteriores. Se me hace una aventura emocionante.

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Una de mis amigas más queridas es historiadora y dirige el archivo histórico de la universidad en donde trabaja y con ella llegué a comentar justo eso: la magia de revisar en bibliotecas ajenas y encontrar fragmentos de ideas. Confieso que espero que el día que yo ya no esté en este planeta, quién se quede con mi biblioteca sepa apreciar mis libros rayados, manoseados, amados. Finalmente, ellos se están quedando con un pedazo de mi historia y de mi vida. El amor por los libros de un bibliófilo creo que va más allá de sólo leer por leer. Es un cariño por cada ejemplar por ser una máquina del tiempo a las historias que nos conmovieron antaño, a las sensaciones que nos provocaron cuando los leímos y a las ideas que despertaron en nosotros. ¿Ustedes qué opinan?