Ilustración de Ahmed Awaad

A veces los recuerdos no son más que cárceles que no nos dejan avanzar. De repente me encuentro a mí misma pensando en ti, en tus abrazos, en cómo me sofocabas cada vez más y más, y cómo yo era tu prisionera absoluta, sin la menor intención de alejarme de ti, de lo que hacías, de cómo me drogabas con tu aroma. Claro que te extraño, pero a veces es mejor estar libre.

Pero no puedo evitar abrazarme a mi almohada, hundir mi cara en ella como si la hundiera en tu pecho, esa jaula palpitante, y suspirar. Añoro ese abrazo macabro. Quizá estoy soñando y cuando despierte note que estás junto a mí, como antaño, que no te has alejado, que jamás me has dejado.

O no despierte y me dé cuenta que en realidad sí me mataste, que no fue una pesadilla cuando sentí la almohada en mi cada esa noche que no te quise besar y tú, rabioso, aventaste tu cuerpo contra mí, con la almohada de por medio, y con ella evitaste que el oxígeno irrigara mi cuerpo. Ese último palpitar, tan lejano tan ajeno como la mariposa que aletea en una isla del otro lado del mundo: un huracán que arrasó conmigo.

Suena la alarma. Despierto. Recuerdo que si no estás es  porque yo no quiero, que si alguien sofocó al otro fui yo a ti: tu esqueleto me lo recuerda siempre, desde el armario.

esqueleto

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