La culpa del privilegiado
Imagen destacada de Anthony Tran en Unsplash
He estado muy callada por acá. Han pasado tantas cosas que no sé bien cómo ponerle orden a mi cabeza. De entrada, al fin me aventé a tener un sitio .com para formalizar un poco más mi chamba personal. Pero también he tenido una cantidad de altas y bajas como para enloquecer tres veces.
No me considero especial en el sentido de que sé que en medio de la contingencia sanitaria que una pandemia nos representa, todos estamos en mayor o menos grado con la sanidad mental en el borde de la locura. Y no lo digo como hipérbole. Varios de mis amigos más cercanos están francamente deprimidos, los psicólogos que conozco traen trabajo como para dar y repartir, muchos de mis cercanos están tomando antidepresivos o tienen problemas como insomnio, gastritis, sentirse abrumados, etcétera. Me atrevo a decir que tenemos dos contingencias sanitarias: la del covid-19 y la de salud mental.
Y yo me había alejado un poco de la escritura porque, a pesar de todo, me siento afortunada. Eso me causaba una sensación de culpabilidad enorme. Algo en la cercanía del Síndrome del Superviviente, si gustan. También puede que tenga que ver con esa palabra que ya han desgastado hasta el cansancio en redes sociales: privilegio. Si les hacemos fusión, podríamos hablar de lo que llamo el Síndrome de la Culpa del Privilegiado, 100% inventado por mí y no catalogado.
¿Culpa del privilegiado?
¿Cómo es que me atrevo a inventarme terminología? Ténganme paciencia: nombramos las cosas para conocerlas. Y si narro lo que pasa, puedo entenderme mejor. Ya lo decía Olivia Teroba en Un lugar seguro:
“Narrar es habitar, a través de la palabra, nuestro tiempo. No me refiero solo a la literatura, también hablo de nuestras anécdotas cotidianas, comenzando con los recuerdos.”
Dividamos las dos partes de lo que compone mi nuevo término para entendernos.
El Síndrome del Superviviente se refiere a la culpa que alguien siente por vivir, particularmente tras una tragedia, un atentado o similares. Se empezó a categorizar entre supervivientes del Holocausto. Va de la mano con creer que se pudo hacer algo más por la persona que murió para evitarlo, aunque no sea algo factible. Se ha visto en personas que sobreviven tiroteos en las escuelas y gente que sobrevivió en México a los sismos del ’85 y el 19S entre otros. Sus síntomas varían y se pueden conectar con los de Estrés Post Traumático, por lo que no siempre es tan fácil de identificar.
Por otro lado, el privilegio es una palabra que ha sonado mucho en redes sociales y que se ha utilizado desde la sociología para tratar de generar conciencia y cambiar ciertos patrones. Conecta, principalmente, con las facilidades que puede tener un hombre, blanco, heterosexual en la sociedad actual. La verdad es que lo explican bien en este texto de Letras Libres. Sin embargo, la palabra ha surgido con más fuerza durante la contingencia sanitaria por todo lo que ha conllevado.
Como bien dicen acá, es muy fácil juzgar a los que salen a la calle y no siguen la idea de quedarse en casa en plena pandemia. Pero realmente ¿cuántas personas pueden seguir en casa y sobrevivir en un país tan fregado como México? No tantos.
Hace algún tiempo yo reflexionaba que era de las personas afortunadas que pueden trabajar desde casa y que nada les falta. Entra aquí lo que llamo la culpa del privilegiado. No me siento con derecho a quejarme de no ganar suficiente o de andar bajoneada o de extrañar a mis amigos si soy de las personas a quienes la vida no les cambió radicalmente: no me quedé sin trabajo, puedo estar con mi hijo y mi perrita, nadie cercano ha muerto por covid-19. ¿Qué derecho tengo entonces para sentirme mal? ¿Cómo puedo juzgar a los demás o sentirme mal si estoy sentada en la comodidad de mi casa, ante mi computadora, segura de que mi paga va a llegar y que puedo darme lujos sencillos como cuidar mi salud?
Nadie sabe enfrentarse a esta situación
Hace exactamente un año, mi psicóloga me dio de alta. El mundo se estaba cayendo a pedazos y yo me sentía muy afortunada porque estaba en un buen punto de mi vida: no me faltaba nada, podía trabajar desde casa, estaba en medio de un sprint creativo que dio a luz a varios proyectos que están por cumplir un año de vida y me han traído muchas alegrías. Me sentía en el mundo al revés, porque mientras el caos permeaba, yo tenía mucho trabajo como para pensar en eso. Y las veces que me podía frenar a reflexionar en realidad me sentía aliviada: sin tiempos de transporte y correr por la ciudad podía dedicarle tiempo a crear, cosa que siempre me ha hecho sentir viva.
El inicio del encierro por la pandemia significó para mi pequeña familia monoparental evitar que mi hijo requiriera antidepresivos al tenerme en casa y cambiar nuestras rutinas. El peso del cuidado del hogar ya no caía en mi pequeño de entonces 13 años y eso le quitó mucho emocional. Al ya no tener que correr por toda la ciudad, mis rutinas fueron mejorando: ya no era necesario salir a las 8:00 a.m. para volver pasadas las 10:00 p.m. a mi casa. Ahora puedo cocinar diario en lugar de, cansada y harta el domingo en la noche o entre semana tardísimo. Es decir, en general, mi calidad de vida mejoró.
Pero lidio con mucha culpa. A un año y cachito de estar enclaustrada extraño cosas sencillas como poder ver a mis amigos, salir a algún museo o no paniquearme cuando veo las mesas de un restaurante llenas. Añoro poder hacer zarigüeyadas donde con mi mejor amigo, su esposa y otra de mis mejores amigas cocinamos mientras platicamos, bebemos vino y reímos a carcajadas. Extraño las Ladies Night, ver videos absurdos, bailar y comer. Quisiera poder salir con mi equipo de trabajo por una cerveza o armar una cena y platicar de la vida mientras estamos en un ambiente no laboral. Las pantallas ya no me son un paliativo para la falta de contacto humano. Las largas conversaciones de WhatsApp ya no sustituyen la charla en persona.
Me preocupa la capacidad de socialización de mi hijo, que ha crecido entre puro adulto y que es un tanto huraño (como era yo). Su único punto de contacto con chicos de su edad era en la escuela, lugar al que hasta que no cumpla 16 o surja una vacuna para menores de dicha edad, no lo voy a mandar.
Pero son preocupaciones vanas ¿no? Preocupaciones de alguien que tiene el privilegio de poder quedarse en casa, preocupaciones de alguien que se ha estado quejando de que no le alcanza para ahorrar, pero tiene para vivir. No debería quejarme, me dice la voz mala onda del fondo de mi cabeza. No tengo el derecho a sentirme mal cuando hay tantos sin trabajo, en la incertidumbre de qué harán si se llegan a enfermar o cómo llegarán a la siguiente quincena enteros.
El mundo se cae a pedazos y yo estoy en una burbuja sana y libre de peligro. No te quejes, Nerea. No tienes derecho.
Pero el asunto es que sí lo tengo. Mi salud mental como la de muchos, está sufriendo. El ser humano no está hecho para estar aislado, aunque sea un introvertido funcional como yo. Siempre he sido muy hogareña y tener mis libros y mis letras me basta para muchas cosas. Empero, tenía también el contacto de mi círculo cercano. Extraño a mi gente. Y es normal.
Todos estamos ante lo desconocido. No sabemos realmente cómo actuar porque es una situación nueva. Hay angustia, miedo, incertidumbre. Al cerebro no le gusta la incertidumbre. Somos seres sociales y de hábitos fijos. Es por lo tanto lo más natural sentirse desbalanceado de repente. Lo que no hay que permitir es que la culpa nos gane.
Hay días buenos y días malos. Tengo suerte: los buenos superan por mucho los malos en mi cuenta personal. Y eso no me hace mejor o peor persona. Darme cuenta de dónde estoy parada, nombrar lo que tengo, me ayuda a aterrizar los pies y no perderme en el loop obsesivo de mi cabeza.
Si ustedes se llegan a sentir como yo, sin el derecho a sentirse mal, esto es un pequeño recordatorio: está bien no estar bien. No le den cuerda a la voz mala onda, no vale la pena.
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