Polvo estelar
Dicen que estamos hechos de polvo estelar. La primera vez que leí la frase, se la adjudicaban a Stephen Hawking. No sé si en serio lo dijo él o no, porque con el internet uno ya nunca sabe. Estamos hechos de lo mismo que las estrellas. Si lo dijo Hawking, Carl Sagan, o algún otro personaje de los que se dedican a la Física, las estrellas y el cosmos, me tiene sin cuidado. El significado en sí es lo que me importa. Estamos hechos de lo mismo que están hechas las estrellas. Soy una romántica y mi cabeza siempre está pensando en palabras y belleza, poesía y narrativa. Saber que esos puntos brillantes que iluminan la noche comparten un poco de su esencia con nosotros, los seres humanos, me proporciona algo de paz. Y la paz, en este momento de mi vida, es lo que más añoro.
Sentada en la camioneta que nos llevaba de regreso de Peña de Bernal hacia Tequisquiapan, apoyé mi cabeza en el respaldo mientras escuchaba a mi abuelita y mi hermana platicar. Mi mirada se clavó en el cielo. Tengo esa mala costumbre de voltear a ver hacia arriba, hacia el cielo, esperando ver algo. Esa noche mi costumbre me dio la recompensa de ver un cielo estrellado, como hacía mucho no veía. Claro, las luces de la Ciudad de México no dejan ver la magnificencia de la galaxia. Pero ahí, en la carretera, podía ver cientos de puntitos brillando en el firmamento.
—¿Ya se durmió?—escuché que decía mi abuelita.
—¿Mmmm?— alejé mi mirada del cielo y volteé a ver a mi abuelita,—no, no estoy dormida, estoy viendo el cielo.
—¡Mira, hijita, mira qué belleza!—exclamó mi abuelita dirigiéndose a mi hermana y haciendo que se asomara por la ventana. Aprovechando que no compartíamos la camioneta más que con una pareja que iba muy entretenida en su propio mundo de miel sobre hojuelas, mi hermana se cambió de asiento para sentarse junto a la ventana y contemplar el cielo. Ambas se quedaron calladas.
Me pregunté en qué estarían pensando. Mi hermana estaba muy triste, y no la culpaba. Llevaba llorando casi todo el fin de semana. Pero yo sólo podía pensar en que compartimos material con las estrellas. “Mientras pueda ver las estrellas, podré verlo a él”, me dije y sonreí. Eso me daba paz.
Esa mañana me había parado temprano. Me vestí y desperté a G para que hiciera lo propio. Salimos del cuarto de hotel lo más callados posible, con mi bolsa de tela cargando mi celular, las cartas de Card Jitsu, la tableta de G y mi botella de agua. Me colgué la llave de la habitación al cuello y subimos al restaurante. Dejé el celular sobre la mesa, ordenamos el desayuno y saqué las cartas de Card Jitsu para jugar con mi pequeño. Pasamos un desayuno tranquilo en el que mi hijo se dedicó a jugar conmigo y enseñarme un juego en su tableta.
—Nada de trabajar, mami. Te advertí que hasta que lleguemos a la casa puedes trabajar, porque debes aprender a descansar.—me amenazó mi escuincle. Le sonreí. Tan pequeño y tan formal. Desventaja de ser hijo único entre puro adulto, supongo.
—No, amor, no estoy trabajando—le dije.
Sonó el teléfono. Era mi mamá:
—Buenos días, reina, ¿te llevaste la llave del cuarto?
—Sí, ma, estamos en el restaurante acabando de desayunar.
Se acercó el mesero a la mesa, llevando el huevo tibio (de tres minutos en el agua hirviendo, no más, no menos) y el vaso desechable con jugo de naranja (doblemente colado, no me importa que lo cuelen antes, hágalo de nuevo). Mi mamá y mi hermana llegaron en ese momento. Melisa, tal como temió, tenía los ojos un poco hinchados, pero no le dije nada. Bastante tenía con haber estado tan chillona desde el día anterior. Tomé el plato con el huevo, lo abrí ahí para comprobar que en efecto estuviera con la consistencia ideal y dejé a G con su abuela y su tía.
Bajé a la habitación y, dejando el vaso en el alféizar de la ventana, abrí la puerta:
—¡Buenos días!—exclamé mientras entraba a la habitación haciendo malabares con el vaso y el plato. Me había acomodado el salero, robado del restaurante, en mi codo flexionado. Entré y contemplé la figura de mi padre.
Estaba sentado con las piernas extendidas sobre la cama. Se veía tan minúsculo, todo piel y hueso. Quién diría que antaño pesó más de 100 kilos. Ahora probablemente yo pesaba más que él. Estaba muy demacrado, me daba la impresión de que cualquier brisa podría quebrarlo. Tenía la mirada perdida. Desde el día anterior lo había notado. Me había quedado viéndolo y se lo dije de golpe:
—Parece que no enfocas bien ¿te sientes bien?
—Es la falta de lentes— me dijo al tiempo que jalaba sus anteojos con la mano derecha y se los colocaba sobre el puente de la nariz.
Pero hoy, con todo y los lentes, se le veía una mirada vacía. Estaba ojeroso. No lo culpaba. Estaba muy cansado y era lógico. Estaba muy frágil, me daba miedo acercarme demasiado y romperlo. ¿Por qué nos tocaba ver esto? Lo que me mataba era la mirada, las pupilas dilatadas, los ojos vacíos. ¿Qué estaría pasando por su cabeza?
—Te traigo el desayuno—le dije sonriendo. Esperaba que mi sonrisa no se viera forzada. Yo sabía que él había estado esperando este viaje. Nuestras primeras vacaciones como familia completa, quedándonos en un hotel y toda la cosa, desde aquel verano antes de que yo entrara a secundaria. En esa ocasión habíamos ido los cuatro a Ixtapan de la Sal, a un balneario donde la comida era abundante y los postres nos enloquecían de placer a mi hermanita y a mí. ¡Qué lejos se veía ese verano!
—Gracias, hija—me contestó sonriendo también, aunque era más bien una mueca cansada. Lo ayudé a acomodarse y le di el palto, dejé el salero a un lado de él en el buró y me senté a los pies de la cama.
Lo había pensado desde la noche anterior. Estando en el cuarto de juegos del hotel, con mi hermana llorando como Magdalena y mis tíos consolándola. “Vivan este momento, el mañana llega después” había dicho mi tío Gerardo. El ahora. ¿Qué demonios es el ahora?
—¿Sabes? No te lo he dicho, pero… gracias—no llores, no llores, no llores me decía una y otra vez— Gracias por apoyarme con todo, con todas mis locuras, por tener fe al fin. Sé que te ha costado trabajo, que el saber que no tengo algo “estable” o “fijo” te preocupa, pero en serio vienen cosas buenas y creo que lo has visto. Y tu apoyo ha sido clave para esto: el que compartas lo de las catas, el que me eches porras, el que me escuches ahora cuando te platico… en fin… el que creyeras en mí. Sé que fue un gran salto de fe, pero de verdad, de verdad, te prometo que va a funcionar.
—Lo sé—me dijo. Sonreía. Me veía. En serio me veía. No estaba viendo esa enorme desilusión que durante casi 30 años sentí que era. Ahora estaba viendo a la misma mujer que todos mis amigos y colegas decían ver. Esa mujer que yo no pude ver hasta que él no me dijo “Estoy orgulloso de ti”.
La noche anterior lo había estado pensando. Pensé en ese día en el hospital, a inicios de junio. Mientras mi mamá manejaba para llevarme al hospital, se lo había contado todo. Ella me había escuchado con atención, como casi siempre lo hacía, sin interrumpir. Esperó a que le dijera todo, completo y entonces me dijo:
—Díselo a él así, como me lo acabas de decir. No tengas miedo.
¿No tener miedo? Ya no lo culpaba como antes, pero aún así me pesaba. Me pesaba mucho lo que él opinara. Mi mamá me dejó en la entrada del complejo del Centro Médico Siglo XXI y caminé desde ahí. Atravesé la entrada, pasé junto al restaurante, pasé las puertas de cristal apenas custodiadas y caminé por el largo pasillo de hospitales lo más rápido que pude. Siempre sentía mis piernas flaquear. El hospital era mi monstruo personal, desde hacía quince años me daba terror. Me sentía pequeña e insignificante, como si en cualquier momento algo o alguien me pudiera aplastar como un insecto.
Llegué a Oncología y bajé al estacionamiento, porque en fin de semana sólo se puede entrar por Urgencias. Enseñé el pase y el policía me dejó entrar. Caminé hacia el detector de metales que fungía de entrada al ala de hospitalización. Le di el pase al guardia y me dejó entrar. Tomé el elevador al tercer piso y salí para caminar por el pasillo y buscar el cuarto de mi padre. El olor a desinfectante se mezclaba con algo más—quizá enfermedad en sí misma, quizá muerte, no sé y espero nunca averiguar o definirlo—pero siendo la cuarta vez de estar ahí en lo que iba del año ya no me pinchó la nariz con la fuerza de la primera ocasión. Escuché un sonido vago y ronco y al pararme en la puerta de entrada del cuarto de dos camas, vi a mi padre, con su batita de enfermo, parado junto a su cama tocando una guitarra de aire imaginaria, con los ojos cerrados, escuchando con atención mientras cantaba desafinadamente la melodía que su iPod le transmitía a los oídos a través de los audífonos. Sonreí con gusto. Me gustaba verlo así de animado. Era un guerrero. Siempre lo había sido. Me quedé observando hasta que mi mirada lo hizo abrir los ojos y voltear a verme. Le brillaron los ojos mientras apagaba el iPod y me saludaba. En esta ocasión no me había tocado hacer guardia en el hospital, pero de menos había venido a verlo. Jalé una silla y me senté a los pies de la cama mientras él se volvía a sentar en su cama. Tras decirle que G estaba bien y que le mandaba saludos, tomé aire para agarrar valor y empecé:
—Quiero platicar contigo algo. Quiero dedicarme a la revista—torció el gesto pero no dijo nada, así que me solté de corrido, antes de que me fuera a interrumpir— no me gusta lo que hago, no estoy hecha para estar encerrada en una oficina. Siempre lo he sabido. Dicen que lo difícil en esta vida no es hacer lo que quieres, sino saber lo que quieres, y desde que tengo memoria sé lo que quiero: quiero escribir, quiero dedicarme a la cultura y ser libre. Por eso me gusta freelancear. Las oficinas me matan. Siempre lo han hecho y ésta en particular es la peor. Me has visto: estoy de un humor que ni yo me aguanto, no estoy bien con G, ando de un negativo insoportable. ¿Todo para qué? Yo sé que el dinero es importante, pero no lo es todo. Así no es vida. En cambio, hay mil cosas que podrías hacer con la revista si me dedico de lleno a ella. Gus me acaba de ofrecer un trato de Turismo, que incluye irnos a Hidalgo en estos días a reseñar diferentes lugares y nos pagarían por eso. Al menos todo el viaje ya está pagado. Y si vendemos publicidad y levantamos bien las cosas. Hay varios proyectos en puerta, pero hay que atenderlos o no van a salir.
—¿Y por qué no esperas a que despegue la revista y entonces renuncias a tu trabajo?
—Porque será esperar eternamente. Pa, ya tenemos cinco años. Si yo no me dedico de lleno a ella, nadie lo hará y siempre estará así: en el borde de despegar, pero sin hacerlo.
—Bueno, encarga a tus chicos que hagan las cosas y…
—No funciona así, pa—lo interrumpí— ya conozco los ciclos: tengo un grupo bien emocionado que me aguanta el paso un año, año y medio por mucho y cuando ven que seguimos sin ganar un peso, se van a buscar otras cosas. Y el grupo que tengo ahorita está por llegar a ese punto.
Frunció más el ceño. Me contempló. Vino el golpe:
—Pero tienes que pensarlo bien, m’hija. Van varias veces que te dedicas a ser freelance y no salen las cosas. ¿Lo has pensado? No te gusta nunca ningún trabajo. Pero tampoco puedes hacer que funcionen las cosas por la libre. ¿Qué es lo que pasa?
Respiré. Lento y profundo. No le iba a gustar del todo lo que iba a decir. Pero ya no podía vivir de intentar darle gusto, de cualquier forma nunca lo conseguía. O al menos eso sentía. “Chale, me siento como adolescente, qué asco”.
—Porque nunca lo he hecho de lleno. Temo defraudarte. Me da miedo que no estés orgulloso de mí. Me he ido más por el dinero y porque no te preocupes por mí y ve, no consigo gran cosa. He pasado de trabajo en trabajo que odio porque no me gusta ser Godínez. Pero cuando intento ser freelance estoy con el pendiente de… no ser suficiente. Y muchas veces no has creído que estoy trabajando. Hacer quehacer, ir a mandados, todo eso lo hago con ganas, pero me quitan tiempo. Y…
—Yo siempre estoy orgulloso de ti.
Me paré en seco. Sentí el nudo en la garganta apretarse.
—¿En serio?
—Eres una gran mujer. Y te voy a apoyar con lo que decidas. Tienes razón: si no trabajas tú, nadie lo hará. Yo ya estoy orgulloso de ti. Elijas lo que elijas.
¡Puf! Un gran peso se quitó de encima.
—Gracias.
No podía decir nada más. No había otra palabra. Le besé la calva. Tenía su bendición. Nada iba a detenerme.
—Desde esa vez en el hospital, antes de renunciar a la editorial, no has dejado de apoyarme. Todo lo que he conseguido: las catas, el círculo de lectura, la FIL, TODO es porque has creído en mí y me has apoyado y… gracias. De verdad, papito, gracias.
“Madres, suena tanto a una despedida”, pensé y obligué a las lágrimas a retroceder. Maldita hora la que elegían. No había podido llorar en todo este tiempo y justo ahora querían aflorar. Noté que mi papá también estaba al borde del llanto. Decidí cambiar el tema, mientras él intentaba hacer bajar el huevo tibio por la garganta. Pero no pudo. Me hizo la seña de que le acercara el bote y regurgitó ahí. Me partía el corazón. Todo le daba asco. Todo lo agotaba. ¿Cuánto tiempo más íbamos a vivir así?
Eso era lo que había quebrado a mi hermana. Ella no lo había visto, porque se iba a trabajar. Pero yo llevaba mes y medio viendo cómo iba en declive mi papá. Por eso había querido matarla cuando me lanzó una mirada herida y me dijo: “Hubieras hecho algo más”. ¿Algo más? Ella no sabía lo desgastante que era estar en las salas de espera, en los pasillos con olor a enfermedad, y ser atendido por un doctor que te ve como un número más. Claro, había pasado un par de noches en el hospital con mi papá durante las quimioterapias de este año, pero nada más. ¿Algo más? La impotencia, el querer golpear al doctor o gritarle o decirle que dejara de mentirme y me dijera lo que yo ya sabía: mi papá se iba a morir. Eso lo acababa de entender ella al verlo tan mal. Yo lo entendí la noche que soñé que Miguel Llamas se peleaba con mi tío Gerardo porque era el día de mi boda y los dos querían entregarme. Ese día había despertado pensando primero “Qué tonterías si ni a novio llego, ¿cómo ando soñando con bodas?” antes de que me golpeara de lleno el significado: “Que Llamas y Gerardo pelearan para entregarme es porque él no me puede entregar, es porque mi papá no va a estar”.
Lo había platicado con Angie. Nos habíamos visto en Perisur para comer y se lo dije a bocajarro:
—No creo que mi papá llegue a fin de año.
Angie bajó la mirada, la clavó en su plato y me dijo:
—No había querido decir nada, porque es lo que menos quieren escuchar. Pero yo también lo he pensado. Ya se ve muy cansado tu papá.
—Lo está. Y el tumor creció en lugar de reducir. Los riñones ya no sirven y si no sirven no pueden darle más tratamiento. Yo creo que los doctores ya se dieron por vencidos pero que en lugar de tener los huevos para decírnoslo, mejor juegan a echarse la bolita.
—¿Qué van a hacer?
—No sé, nena, yo sólo espero que no sufra. Mientras que no haya dolor, me doy por bien servida.
—Aprovéchalo. Es lo que todos debemos hacer: aprovechar cada momento que tengamos con él ahora. Porque no sabemos cuántos momentos nos queden.
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