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Dice un dicho en inglés “It takes a village to raise a child”. No sé si todos lo han escuchado en la vida, pero tras 14 años de maternidad, puedo decirles que es muy cierto. Hace poco un conocido mío me decía que él sí quiere hijos pero que mínimo debería ganar $30K al mes para mantenerlo. Le comenté que me parece prudente pensar en las posibilidades y el futuro pero que no podemos ser tan cerrados con algunas cosas.

Cuando G nació yo no sólo no tenía trabajo sino que tampoco tenía ahorros. Supe de mi embarazo recién cumplidos mis 21 años. Todavía era estudiante de universidad y el futuro ante mí se veía muy oscuro. El papá de mi hijo no quería ser papá (y lo ha confirmado con su silencio de más de una década hacia nosotros—no es queja) y de cualquier forma, él tampoco ganaba la millonada.

Y de alguna forma, a pesar de todo el caos, he sacado adelante a mi hijo. ¿Cómo? Con toda una tribu a mi alrededor que nos procura sin importar lo que pase.

Mi aldea es mi tribu

No pretendo hacer un recuento detallado de todo lo que he vivido siendo mamá. Simplemente me interesa apuntalar que si estoy donde estoy es porque hay gente que nos ayuda de mil formas y porque, importante, he aprendido a aceptar la ayuda.

De hecho, creo que esa segunda parte ha sido más importante que la primera. Nos enseñan a pensar que debemos ser fuertes e independientes y que para mantener el orgullo intacto debemos poder solitos con todo. Es un enorme error. Independencia no implica andar solos por la vida. Como seres sociales que somos en realidad dependemos de los otros. No como si no pudiéramos con nada en la vida, no me mal entiendan, sino como un apoyo aunque sea psicológico.

No se imaginan la cantidad de veces que el simple hecho de quejarme con mis amigos de lo que me pasa me sirve para descargar mi mente y ver ocn mayor claridad. Recuerdo mucho hace casi un año que acabé mi última relación. Yo estaba muy desconcertada porque terminó de manera abrupta (yo la terminé) después de que él me ghosteara. Gracias a mit iempo en terapia pude decir “no merezco esto” y salirme de lo que iba derechito a repetir patrones de relaciones anteriores. Pero lo que más recuerdo es que le mandé varios mensajes de voz a varias amigas, llorando. No sabía si estaba más triste o enojada. Lo que sabía era que me sentía muy dolida. Y acababa mis audios con un “perdón por el mensaje largo” y “perdón por llorar”. TODAS me contestaron que no tenía por qué disculparme.

Expresar mis sentimientos y saber que no por ello me ven como menos es algo que me costó mucho trabajo y que sé que en esta sociedad no siempre se puede. Pero es muy liberador.  Rodearme de amigos que me entienden y que me quieren con todo y mis defectos, eso ha sido clave para generar la aldea en la que me gusta vivir. Eso y sanar relaciones con mi familia, claro.

La crianza no es individual, es colectiva

Si bien mi tribu me respalda y me han echado la mano de mil formas, nunca dejan de sorprenderme. La primera gran sorpresa es cuando veo que mis lazos emocionales siguen creciendo. Es increíble cómo no tenemos un límite en realidad: abrirnos y confiar desarrolla una habilidad para ser más émpatico y entonces, confiar más.

Este año se han añadido más personas a esa aldea, que me escuchan, me respaldan y me dan su opinión ante diferentes cosas. Gente con quienes trabajo, por ejemplo, me han echado la mano sin que yo lo pidiera. Y han puesto su granito de arena para que G siga creciendo como un muchacho feliz.

La otra gran sorpresa es cuando yo no sé para dónde hacerme, con cosas con las que no puedo conectar tan fácilmente (por ejemplo, visión masculina de la vida) y hay alguien dispuesto a ayudarme para darle una guía a G. Recién nos pasó que hubo un evento y le conté a mi amiga Ave al respecto. Ella lo comentó con su marido quien se ofreció a platicar con G. No vi venir eso, pero lo agradecí profundamente.

Poder contar con un colectivo que me ayude a enriquecer las experiencias y los puntos de vista de mi hijo es uno de los mayores cobijos que puedo tener en esta vida. Llevo años, añísimos como madre soltera, pero no estoy sola. Eso le contaba a un amigo del trabajo hace poco.

Y es que desde que acepté que no me hace débil tomar la ayuda que me ofrecen, las cosas han fluido mejor. Aceptar que nos ayuden nos hace más fuertes, nos da más apoyo y, créanme, mucha más tranquilidad.

Y no significa jamás repagar favores. Creo que los que me conocen saben que yo estoy al pie del cañón para ellos en el momento que se necesite. La retribución no es forzosamente económica o física, sino también emotiva y moral. Eso nos enriquece. Si una cosa quiero que aprenda mi hijo en esta vida es esa: armarse de una aldea que lo cuide y lo respalde. Saber que puede contar con alguien siempre. Crear lazos que nos vuelvan más humanos. Porque poder ser vulnerable con los demás nos fortalece a todos.

Hace algunos ayeres comenté en mi Twitter que mi hijo, un niño en edad de educación básica, al crecer rodeado de libros se ha ido adentrando en el mundo de la lectura de una forma maravillosa. Puedo presumir, con todo el orgullo de mamá bibliófila, que mi hijo comprende muy bien lo que lee y que, encima de todo, está ya leyendo novelas.

Al hacer el comentario de lo natural que ha sido para mi pequeño el sumergirse en las letras, algunos de mis seguidores lanzaron la pregunta “¿Cómo lo hiciste?” Si bien ya había escrito previamente en Revista Kya! el cómo ir involucrando a los niños, la verdad es que ha sido todo un proceso y si bien a mí me ha funcionado tampoco digo que sea la última palabra en desarrollo de bibliofilia. Sin embargo, con mucho gusto comparto algunas ideas que he ido aplicando a lo largo de mi formación como madre.

  1. Ser lectora: Aclaremos un punto importante, no podemos pedir que nuestros hijos hagan nada que no les enseñemos con el ejemplo. Si ustedes, padres preocupados por inculcar la lectura en sus pequeños, no agarran un libro ni en defensa propia, está difícil que desde pequeños empiecen a querer leer. No digo que sea imposible, ojo, pero bajan las probabilidades de que desde infantes se interesen en los libros si ustedes, los papás y ejemplo, no sienten el mínimo interés.
  2. Dejar que los niños se acerquen a los libros: Hay quienes toman a los libros como objeto de culto. Y no dejan que los pequeños los manoseen. Yo sé, hay libros que son valiosos e irremplazables. Vale: esos se quedan lejos de las manitas curiosas. Pero si alejan los libros con un espantadísimo “NOOOO, niño SUELTA ESO” como si fuera un sacrilegio el que se acerquen, lo entenderán como algo malo. Además, hoy en día contamos con la gran ventaja de una enorme producción de libros infantiles. Algunos son verdaderas obras de arte y otros son como globos o juguetes de cartón que son aptos para cualquier manita tentona y curiosa.
  3. Darles su espacio a los niños y sus libros: Yo le puse su repisa en mi librero a mi pequeño. Ahí van acomodados todos sus libros y él sabe que son su responsabilidad y su tesoro. Ahí los acomoda, los toma cada que quiere (obviamente la repisa está a su alcance) y no tiene que pedir permiso para acercarse. Ya fuera sólo para observarlos o para pedir que le leamos, esos son sus libros, su espacio, su responsabilidad.
  4. Hacer viajes a las bibliotecas y a las librerías como si fuera tienda de dulces: La mamá de una amiga mía solía llevar tanto a mi amiga como a sus hermanos a la librería y les decía “Pueden llevarse el que quieran, pero sólo uno”. Era el gran tesoro, como el juguete prometido.  Mi amiga cuenta que su mamá jamás les negó llevarse un libro (aunque a la señora no le encantase el ejemplar seleccionado) y con la condición de sólo uno les daba la idea de que era algo fascinante y maravilloso. Se volvían objetos deseables. Yo igual he llevado a mi pequeño a librerías y lo dejo pasarse horas contemplando y curioseando como si de juguetería se tratara. También los viajes a la biblioteca y el procurar que ahí también deambulen como en juguetería fomenta ese deseo, esa curiosidad.
  5. Leerles en voz alta: Como ya menciono en el post de Revista Kya, a un pequeño lo enamoran por los oídos. Leer en voz alta es maravilloso, y se pueden hacer incluso rituales que fomenten la hora del cuento.
  6. Alterar los cuentos: Tras contar muchas veces el mismo cuento, se puede jugar con los pequeños a reinventar el cuento. Modernizarlo, modificar a los personajes que conocen, que ellos hagan las ilustraciones para la historia ¡todo se vale! Y entre más sabios sean los pequeños (ustedes cuenten mal a propósito una parte del cuento y dejen que el pequeño los corrija) más orgullosos e interesados se sienten por saberse historias.
  7. Contar con imágenes: Conseguir grandes libros con ilustraciones y preguntarle a los pequeños qué creen que pasa con sólo verlas es un gran juego. Mejor si acto seguido leen la página. Eso pica la curiosidad. Se van interesando en saber descifrar esas cosas garabateadas en las páginas que los adultos llamamos letras.
  8. Imanes de letras en el refrigerador: Mi pequeño tiene un montón de letras con imán que pega en el refrigerador. Con ellas jugamos horas y horas, primero a saber el nombre de la letra, luego el sonido que produce la letra. De ahí él empezó a tomar letras y mezclarlas “¿Qué dice, mami?” pregunta entusiasmado. Así le hice entender que sin vocales, las consonantes en español no nos dan mucho sentido.

Jugar, hacer de la lectura un juego, un mundo interesante, ha sido ante todo la clave. Y el que uno mismo como padre sea lector. Mi pequeño nos ha visto cargando libros de ida y de venida miles de veces. Confieso que uno de estos días los libros me sacarán de la casa. Para mi hijo es natural. ¿Qué tan natural es para los suyos?

Pero aún así, si no hay muchos  recursos para comprar libros hacer los propios es un gran ejercicio: contar cuentos, que los niños ilustren, para después armar como librito, así sea engrapado, es un gran juego. Y con eso salen los primeros libros. Así me hice yo muchos cuentos cuando era pequeña.

La constancia es la clave. Que sea algo tan natural como la hora de la comida, el ritual del baño o la ida a dormir.  Recuerden que “a la fuerza, ni los zapatos entran”. Entre más natural sea el ponerse a leer, como un juego más, mayor es la probabilidad de que se interesen desde pequeños y no sea una imposición. Hacer de la lectura un juego, y no una cosa sacra, es básico. Nada de poner libros en pedestales y ser serios: hacer voces, reír, toquetear los libros. Es un juguete más para sus pequeños. Más grandes comprenderán que son también llaves a mundos maravillosos. Sean pacientes, constantes, esperen y verán.

Ojalá me compartan sus propias experiencias. Yo seguiré compartiendo lo que vaya aprendiendo de la mano de mi mejor maestro, mi pequeño.