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He notado que escribo muy poco recientemente. Primero pensaba que era, como a todos les pasa, resultado del cambio en el orden de las cosas a partir de que empezamos a vivir una pandemia. El agobio, la ansiedad y el duelo mundiales me estaban comiendo viva, mientras trataba de mantener el orden en mi hogar. No ver a mi familia nuclear, poner buena cara para mi hijo, aprender a trabajar a distancia y a irme haciendo de lo que necesitaba para que el trabajo fuera funcional. Todas esas cosas me ocupaban la mente. Leer y escribir me costaba trabajo. Eventualmente esta situación que se ha extendido por casi dos años se volvió habitual. Me di cuenta de muchas cosas que clasificaba de “normales” que ahora me parecen una locura: los tiempos de traslado, cargar a todos lados una mochila cual segundo hogar a cuestas porque salía al alba de mi casa y volvía ya entrada la noche y un largo etcétera. Tras haber visto que es posible lo que me dijeron que no se podía (trabajar desde casa para una oficina que me da todas las prestaciones que pude sólo soñar antaño y crear un balance un poco menos caótico entre vida personal y laboral), no concibo “regresar” a lo de antes.

Y ese antes incluye algunas concepciones sobre mí misma y mi vida.

Hoy desayuné con una amiga del trabajo y me hizo un comentario que varias personas ya me han hecho. Cuando mencioné algo sobre mi novio y el tiempo que llevamos siendo pareja, ella abrió los ojos grandes y me dijo que juraba que mi relación llevaba más tiempo. Al parecer, el cómo hablo de H y el cómo manejamos nuestra relación da la vibra de “madurez en relaciones” que se alcanza únicamente con el tiempo de larga convivencia. En el gran espectro de las cosas, llevamos un año y meses de conocernos y 9 meses de ser pareja. Eso es poco tiempo comparado con cuánto llevamos de vida cada uno, por ejemplo. O con la vida de mi propio hijo. Es poco tiempo incluso comparado contra mi carrera en publicidad digital. Sin embargo, me parece que precisamente el haber creado una relación en lo que parece el fin del mundo como lo conocíamos nos ha ayudado a ver muchas cosas de forma similar.

He notado, insisto, que escribo muy poco recientemente. Mi mente ha estado entre la saturación de un exceso de trabajo y este perpetuo modo survival que inició en marzo de 2020 y no ha parado. Al mismo tiempo, desde marzo de 2021, mi mente está maravillada por mi relación con H. Todo eso que pensé que no podía pasar en mi existencia, ha pasado.

Todavía me encuentro sorprendida por tener el apoyo de mi pareja cuando le hablo de mis proyectos. El que lea como si no hubiera un mañana no le parece una pérdida de tiempo y el que sueñe con publicar mis libros le parece un gran objetivo. Ustedes podrán decir que eso es lo normal ¿no? Una pareja que te apoya y que está contigo en tus ocurrencias. Pero yo vengo de relaciones en las que me era reclamado que mi prioridad no fuera el otro. La figura de mujer devota ama casa jamás ha sido lo mío. Particularmente por la parte de sumisa. Anteponer al otro a mi propia felicidad no me nace fácilmente, no por motivos egoístas, sino porque desde hace mucho intuyo que si yo no estoy bien, no puedo ofrecerle nada al otro. Si la depresión me dejó algún aprendizaje en mis 20’s, fue ése. Y para estar mentalmente estable, necesito crear. Para crear, necesito espacio, tiempo, lecturas, música. Siendo madre soltera, esas cosas fueron por mucho tiempo, lujos difíciles de conseguir(me). Luego me mudé, porque mi trabajo me lo permitía, y fui creando mi espacio de trabajo y mis rituales de unwind en mi propio tiempo. Llegué a pensar que esa misma necesidad de mis espacios y mis tiempos iba a ser motivo de una soledad inevitable. ¿Qué hombre iba a querer estar con una mujer así? Con un pie en la tierra y el otro en las nubes, creando historias, navegando entre letras, siempre pensando en el siguiente proyecto.

Me di cuenta de que no terminaba mis proyectos literarios porque me daba miedo: una vez que estén allá afuera serán una declaración de la mujer escritora, independiente, que no necesita ser salvada, una afrenta al mundo heteronormado. Una declaración de guerra contra el género opuesto que en dos o tres ocasiones, desde rostros y voces distintas, han intentado frenar mis letras. Desde el que para entenderme hay que leerme, y leerme es hiriente, hasta que para qué escribo si es sólo un desperdicio de papel y tinta, he escuchado de todo como freno para mi impulso creativo.

Esa necesidad de contar historias me viene desde hace muchos años. Mi madre aún guarda los cuentos que escribí e ilustré estando en primaria baja. El primer taller de cuento al que asistí fue a mis 10 años. En el taller más reciente, tomado en septiembre y octubre de este año, me dijeron que proyecto en mis cuentos una feminidad steampunk que se burla del status quo a través de una crítica que se ancla en el humor. Escribo esas palabras para no olvidarlas, porque yo por mi propia pluma jamás me habría clasificado así.

Escribo poco por dos motivos: por mis proyectos de letras y por mi relación. He notado que me vuelco mucho a mi diario para escribir todo lo maravillada que estoy por estar con H. Sus detalles no dejan de asombrarme porque es lo que siempre anhelé y pensé que no podría tener. Puedo llegar a él como náufrago que llega a tierra y sentirme segura. Así se lo dije a él: es mi lugar seguro. Porque procurarnos, ver que el otro esté bien, recordarnos beber agua y comer sano es parte importante de nuestra relación. Pero su bien todo eso me encanta y quisiera (podría) cantar sus alabanzas sin parar, quiero guardar eso como el lugar seguro y personal que es para ambos. Vivir el presente.

Al mismo tiempo, mi modo survival me hizo aceptar más trabajo del que era sano. El miedo a no poder pagar mis tratamientos médicos, derivados de un diagnóstico que me dieron en marzo de este año (casualmente inicié tratamiento al tiempo que iniciaba relación) accionó en mí esa imposibilidad a negarme al trabajo extra que cayera, aunque fuera irónicamente en contra de mi propia salud. Hoy con el agotamiento del burnout que me provocó trabajar a marchas forzadas por más de tres meses seguidos, me doy cuenta de que ciertos lazos del pasado me detuvieron. Con ese agotamiento ¿quién iba a tener cabeza para escribir? Me decía a mí misma que no iba a iniciar nuevos proyectos hasta no cerrar los que ya tengo. Pero acabando mis días a las 9:30 p.m. o 10:00 p.m., lo que menos deseaba era escribir.

En el marco del maratón de lectura #GuadalupeReinas que desde hace cinco años organizan las chicas de Libros b4 Tipos, la pregunta central ¿qué es la lectura? me ha hecho cuestionarme al mismo tiempo qué es la escritura y qué se requiere para poder escribir.

Recientemente leí el ensayo “Dentro del bosque” de la editora y escritora Emily Gould, donde narra las desventuras de querer ser una escritora versus la necesidad de pagar cuentas y sobrevivir en este mundo inclementemente capitalista. Hace poco le hacía la broma a H sobre que ya estoy vieja para ganarme una beca FONCA (para escritores de menos de 30 años) o para conseguirme un sugar daddy y poder dedicarme a mis proyectos de escritura.

Quizá tengo demasiado idealizado, como modo de autosabotaje, el tipo de espacio y momentum que necesito para crear. Cuando en prepa podía escribir un cuento por día con la mano en la cintura, hoy eso me parece imposible con la carga mental de lavar ropa y trastes, cocinar sano para bajar de peso, tomar mis medicamentos, hacer ejercicio, trabajar y pasar tiempo de calidad con los míos.

Dejé de pelear por esos espacios.

Porque con H no tengo que pelear para ganar mi tiempo y mi espacio: él lo respeta. ¿Y cómo se rompen los hábitos tan arraigados? Si no tengo que pelear por mi espacio, ¿ahora qué?

Para empezar, mis letras no tienen que ser un pleito ni contra mí misma ni contra mi mundo, eso es un hecho. Se trata más bien de dejar ir el PTSD emocional relacionado con el dinero, una guerra en la que viví por muchos años. Hoy no tengo que tronarme los dedos pensando si llegaré a final de mes y si podré darle comida a mi hijo. Ya no tengo que decir que sí a cada trabajo que me ofrecen, porque mi salud (física y mental) son más importantes que el miedo a que ya no me busquen para más trabajo.

Creo que hoy puedo seguirme dedicando los espacios, incluso con más calma que antes porque son espacios seguros. Estoy acompañada por mi pareja, por mi hijo y por mis amigos cercanos. Para ninguno de ellos es una locura que escriba. Por el contrario, la locura radica en no hacerlo.  Veamos qué tal va el 2022, sin cargas mentales que me frenen. Seguiremos escribiendo.