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Dice un dicho en inglés “It takes a village to raise a child”. No sé si todos lo han escuchado en la vida, pero tras 14 años de maternidad, puedo decirles que es muy cierto. Hace poco un conocido mío me decía que él sí quiere hijos pero que mínimo debería ganar $30K al mes para mantenerlo. Le comenté que me parece prudente pensar en las posibilidades y el futuro pero que no podemos ser tan cerrados con algunas cosas.

Cuando G nació yo no sólo no tenía trabajo sino que tampoco tenía ahorros. Supe de mi embarazo recién cumplidos mis 21 años. Todavía era estudiante de universidad y el futuro ante mí se veía muy oscuro. El papá de mi hijo no quería ser papá (y lo ha confirmado con su silencio de más de una década hacia nosotros—no es queja) y de cualquier forma, él tampoco ganaba la millonada.

Y de alguna forma, a pesar de todo el caos, he sacado adelante a mi hijo. ¿Cómo? Con toda una tribu a mi alrededor que nos procura sin importar lo que pase.

Mi aldea es mi tribu

No pretendo hacer un recuento detallado de todo lo que he vivido siendo mamá. Simplemente me interesa apuntalar que si estoy donde estoy es porque hay gente que nos ayuda de mil formas y porque, importante, he aprendido a aceptar la ayuda.

De hecho, creo que esa segunda parte ha sido más importante que la primera. Nos enseñan a pensar que debemos ser fuertes e independientes y que para mantener el orgullo intacto debemos poder solitos con todo. Es un enorme error. Independencia no implica andar solos por la vida. Como seres sociales que somos en realidad dependemos de los otros. No como si no pudiéramos con nada en la vida, no me mal entiendan, sino como un apoyo aunque sea psicológico.

No se imaginan la cantidad de veces que el simple hecho de quejarme con mis amigos de lo que me pasa me sirve para descargar mi mente y ver ocn mayor claridad. Recuerdo mucho hace casi un año que acabé mi última relación. Yo estaba muy desconcertada porque terminó de manera abrupta (yo la terminé) después de que él me ghosteara. Gracias a mit iempo en terapia pude decir “no merezco esto” y salirme de lo que iba derechito a repetir patrones de relaciones anteriores. Pero lo que más recuerdo es que le mandé varios mensajes de voz a varias amigas, llorando. No sabía si estaba más triste o enojada. Lo que sabía era que me sentía muy dolida. Y acababa mis audios con un “perdón por el mensaje largo” y “perdón por llorar”. TODAS me contestaron que no tenía por qué disculparme.

Expresar mis sentimientos y saber que no por ello me ven como menos es algo que me costó mucho trabajo y que sé que en esta sociedad no siempre se puede. Pero es muy liberador.  Rodearme de amigos que me entienden y que me quieren con todo y mis defectos, eso ha sido clave para generar la aldea en la que me gusta vivir. Eso y sanar relaciones con mi familia, claro.

La crianza no es individual, es colectiva

Si bien mi tribu me respalda y me han echado la mano de mil formas, nunca dejan de sorprenderme. La primera gran sorpresa es cuando veo que mis lazos emocionales siguen creciendo. Es increíble cómo no tenemos un límite en realidad: abrirnos y confiar desarrolla una habilidad para ser más émpatico y entonces, confiar más.

Este año se han añadido más personas a esa aldea, que me escuchan, me respaldan y me dan su opinión ante diferentes cosas. Gente con quienes trabajo, por ejemplo, me han echado la mano sin que yo lo pidiera. Y han puesto su granito de arena para que G siga creciendo como un muchacho feliz.

La otra gran sorpresa es cuando yo no sé para dónde hacerme, con cosas con las que no puedo conectar tan fácilmente (por ejemplo, visión masculina de la vida) y hay alguien dispuesto a ayudarme para darle una guía a G. Recién nos pasó que hubo un evento y le conté a mi amiga Ave al respecto. Ella lo comentó con su marido quien se ofreció a platicar con G. No vi venir eso, pero lo agradecí profundamente.

Poder contar con un colectivo que me ayude a enriquecer las experiencias y los puntos de vista de mi hijo es uno de los mayores cobijos que puedo tener en esta vida. Llevo años, añísimos como madre soltera, pero no estoy sola. Eso le contaba a un amigo del trabajo hace poco.

Y es que desde que acepté que no me hace débil tomar la ayuda que me ofrecen, las cosas han fluido mejor. Aceptar que nos ayuden nos hace más fuertes, nos da más apoyo y, créanme, mucha más tranquilidad.

Y no significa jamás repagar favores. Creo que los que me conocen saben que yo estoy al pie del cañón para ellos en el momento que se necesite. La retribución no es forzosamente económica o física, sino también emotiva y moral. Eso nos enriquece. Si una cosa quiero que aprenda mi hijo en esta vida es esa: armarse de una aldea que lo cuide y lo respalde. Saber que puede contar con alguien siempre. Crear lazos que nos vuelvan más humanos. Porque poder ser vulnerable con los demás nos fortalece a todos.

Si siguieras en este plano, hoy cumplirías 60 años. Eso implica que hoy es uno de los dos días del año que más me parten. Muchos dicen que trate de resignificar las fechas, o que no lo piense, o que suelte las cosas. Me parece que en general quienes lo dicen, no han perdido a alguien cercano. Además, cada quién lidia con sus duelos de formas distintas.

Algo por lo que siempre voy a estar agradecida es porque pudimos limar asperezas antes de tu partida. Sin rencores. Sin todas esas cosas tan dañinas entre nosotros. Dejé de pensar que me odiabas y dejé de sentirme culpable (a medias). Como buen ser humano, a veces me entra la culpa de “perdimos mucho tiempo con tonterías”. Tanto que pudimos aprovechar. Tanto que pudimos haber platicado.

Creo que tú sí te arrepentiste de cosas ¿no? Fuiste un padre distante al inicio. Muchas veces pensé, tontamente, que era yo la que provocaba la distancia. Que por algo no me podías amar. Pero en realidad, eras frío. Era tu forma de ser. Eso jamás implicó, ni por un momento, que no nos amaras.

Y lo empezaste a demostrar. Es con eso con lo que prefiero quedarme. Los mensajes de “Buenos días, hijetas. Las amo” cada mañana en el chat familiar.  Y antes que eso, los días en que ibas a dar clases a La Salle y me dabas aventón. Aprovechábamos para platicar y me quedaba en la esquina para tomar el metrobús e irme a dar clase a la Escuela Escandón. Platicar de libros siempre nos sirvió. Mucho antes de eso, ahora lo recuerdo, veíamos juntos las noticias. Cuando yo estudiaba periodismo y empezó el programa aquel de Víctor Trujillo (cuando no salía como Brozo) y criticaba lo que pasaba con Fox. Comentábamos cosas de política. Veíamos jugar a los vaqueros de Dallas (aunque después decidieras olvidar eso y te diera por decirme que no dijera que me gustaba el americano, si no me gustaban los deportes, eso jamás entendí por qué fue). ¡Ir al cine a ver las premieres de Harry Potter con Llamas! La complicidad de la lectura conjunta, el querer saber en qué parte del libro iba el otro para poder comentarlo. Mi ánimo lector incansable vino de ti, eso me queda claro. Fuiste tú quien me dijo que leyera La isla del tesoro cuando acabé de leer Robinson Crusoe a los 8 años.

Te llevo conmigo a donde voy. No sólo físicamente, en mi apariencia (porque no puedo negar que soy hija tuya), sino en mi recuerdo. Cuando más te extraño, saco los libros que me regalaste. Buenos días, tristeza de Françoise Sagan un buen día porque sí. Cartas a un joven novelista de Mario Vargas Llosa, un 10 de mayo.

Ese último me sorprendió mucho. De entrada, no solías darme cosas por el 10 de mayo (creo que te seguía pesando un poquito que hubiera sido mamá a mis 21). Y la dedicatoria. Esa dedicatoria me hace llorar de la emoción aún: creías en mi capacidad narrativa, en mis historias.

Cartas

No siempre estuvimos de acuerdo. Creo que muchas veces pensaste que yo era la hija descocada, la que prefería apostar por locuras en vez de ir a lo seguro. Y de ahí venían muchos miedos (tuyos) por mis decisiones. Pero al final aceptaste que iba a hacer mi camino (y no voy tan mal).

Te extraño. Cuando te encuentro en mis sueños, te platico todo lo que ha pasado. Muchas veces me pregunto qué me dirías, pero eso sí, ya no me pregunto si estarás orgulloso de mí. Eso ya no me causa conflicto. Donse sea que estés, confío en que estás bien. Nosotros lo estamos. Tenemos tus ejemplos (buenos y malos) y tus enseñanzas. Gracias por todo, papi. Hasta que nos encontremos de nuevo.

Pienso en ti

Muchas veces no es de forma consciente, sino que cuando menos me lo espero, te topo en mi mente. Un comentario, un gesto, algo que habrías dicho (¡cuántas expresiones tenías!) y entonces te pienso a propósito.

Pa

“Te pareces mucho a tu papá” era una frase que antes me ofendía, porque tú y yo peleábamos mucho. Hubo una época en la que representabas todo lo que yo NO quería ser. Pero ahora creo que es porque yo representaba todo lo que tú hubieras querido ser. Todo lo que la vida, las circunstancias o qué sé yo no te permitieron ser.

Salvo la parte guerrera. Ahí sí no me molestaba que fuera comparada contigo. El día que tengo más grabado en la mente es ese día de junio en que fui a verte al hospital. Te fui a decir que iba a renunciar, que estaba cansada de la vida de oficina (esa vida que nunca me ha cuadrado del todo) y que volvería a intentarlo de freelance.

Llegué y tú, con intravenosa en los brazos, batita de enfermo y en el ambiente más deprimente del mundo, estabas parado junto a tu cama, audífonos puestos, guitarra de aire en mano, cantando desafinadamente. Por un segundo no eras el hombre delgado y frágil que tenía enfrente, sino eras el hombre robusto que amaba la comida y la bebida, tocando la guitarra real –ésa que por las quimioterapias ya no podías tocar –cantando alguna de las canciones que compusiste.

Sonreí y te observé hasta que mi mirada te hizo voltear. Te conté mis planes laborales. Lo que no te dije fue que también lo hacía para estar contigo, para acompañarte a todas esas citas médicas (y ayudar un poco a mi mamá que ya estaba agotada).

Al principio me refutaste lo que te decía. ¿Por qué no había durado más de un año en un trabajo? ¿Por qué siempre estaba a disgusto? ¿No sería yo el problema? No: mi problema era el sistema, siempre lo ha sido. Nací demasiado inquieta, no me puedo conformar, nunca he sabido hacerlo. Pero ¡ah! Tenía tanto miedo de defraudarte, de nunca ser suficiente. Porque al final, quería que estuvieras orgulloso de mí.

Me miraste fijamente y me dijiste “Ya estoy orgulloso de ti”.

Fueron dos meses y medio. Te acompañé a citas médicas, te vi marchitarte frente a nosotros.  El martes 25 de agosto te despertaste con mucho problema para respirar. Llevabas una semana con alimento vía intravenosa. Ya no podías pararte de la cama y todo el cuerpo te dolía. Era el final del camino. Pero esperaste a que G llegara de la escuela antes de despedirte de nosotros, cerrar los ojos e irte de este plano.

Pero a diario pienso en ti. En que al final hicimos las paces y no me faltó nada por decirte. En que aunque al principio te enojaste tantísimo conmigo, mi embarazo trajo al mundo a G, ese muchacho del que estabas tan orgulloso.

Pa 1

Me pregunto si estarás orgulloso de mí: ya llevo más de un año en un trabajo de oficina. Pero sin dejar mis proyectos de lado. Sigo siendo inquieta.

“Te pareces mucho a tu papá” me siguen diciendo. Y sonrío. Quiero pensar que me parezco en las cualidades y no en los defectos. A dos años de tu partida, no te santifico, pero tampoco creo que fueras el mal encarnado, para nada. Simplemente eras humano, tratando de hacer lo que los humanos hacemos: vivir como mejor podamos.

Pa 2

En estos días he estado leyendo cosas en las redes sociales que me causan conflicto, un conflicto más añejo que yo (seguro), pero no puedo evitar sentir una leve rabieta anidar en mi pecho.

Se ha convocado a una marcha, teóricamente en nombre de la familia, en contra de… ya no sé de qué tanto. Pareciera que es para borrar de un golpe los derechos que trabajosamente se ha otorgado a la comunidad LGBT. Pero con todos los comentarios que he visto surgir, más bien pareciera que nos quieren aventar de un golpe al medioevo.

He visto gente que clama que la familia nuclear son papá-mamá-hijos, cualquier otro tipo de congregación social que comparta techo (y posiblemente lazo sanguíneo) queda invalidada.

¿Cómo por qué? Porque ellos (los que están detrás de esas imágenes, de la idea de la marcha, del odio) lo dicen.

Con esas ideas, acaban de mandar al olvido a mi pequeña familia. En mi casa vivíamos, hasta hace un año, mi papá, mi mamá, mi hermana, mi hijo y yo. Ah, sí, y Romi, la perrita. Después mi papá falleció, mi hermana se fue con mi prima y quedamos mi peque, mi ma, dos perros medio critters y yo en la casa. Según las declaraciones que rondan las redes como soporte para marchar en pro de la familia, nosotros aún con mi papá, no calificábamos como una familia.

Como madre soltera ya me he enfrentado en infinidad de ocasiones a la idea de que sin hombre no sólo estoy sola, sino incompleta. Creo que la peor fue cuando una de las mamás de los compañeros de mi hijo en la escuela me dijo “Debe ser horrible ¿no? Ser mamá de un hijo varón y no tener un hombre a tu lado que le enseñe a ser… hombre verdadero”.

No sé por qué la gente piensa que yo sola no puedo criar a un ser humano decente (y ojo, sola a medias, porque cuento con el apoyo de mi familia… y sí, ahorita en mi familia inmediata somos básicamente mujeres). Es como pensar que una pareja que opta por no (o no puede) tener hijos deja de ser familia automáticamente.

Me entristece también que esos argumentos, que deshumanizan, estén peleando por retroceder en el tiempo.

Yo tengo varios amigos de la comunidad LGBT y me indigna que los hagan menos por su preferencia sexual. Y antes de que alguien respingue: entre mis amigas hay lesbianas y bisexuales [digo, antes de que me salgan con el “como te llevas con hombres homosexuales por eso no te importa, porque si fueran mujeres tratando de ligarte te espantarías”] ello no me impide quererlas. Ah, claro, y tampoco significa que me tiren la onda (hombres hetero: en serio a toda mujer le tiran la onda no más porque le gustan los hombres, aunque no sea de su gusto? ¿no? Así igualito los gay tienen sus gustos y no le tiran a todo, no jodan).

Comentaba con mi mamá que por fortuna en mis redes sociales, cada que comparten esas imágenes de la marcha es con indignación: no he topado con nadie a favor de la idea. Pero eso no implica que no existe gente a favor de la marcha, del ir para atrás, del odio. Las cosas no son negro o blanco. Por eso necesitamos tolerancia. ¿Cuánta gente allá afuera es tan intolerante o tiene tanto miedo de lo que no conoce que está a favor de estas ideas?

Me aterra porque son esos discursos los que estamos viendo crecer poco a poco con la (mala) retórica de Trump: eso que no entienden, que ven como amenaza, ha de eliminarse.

En un mundo distópico donde la gente a favor de la marcha por la familia gana la guerra que se desata, mi hijo y yo tenemos que huir para evitar que nos encierren: a él para reprogramarlo mentalmente para que sepa que fue huérfano y que es su deber conseguir una buena mujer para tener hijos con ella y formar una familia, y a mí para dejarme en un calabozo por insurrecta al pugnar por decir que sí soy una familia monoparental.

No es tan distópico ¿saben? Para el gobierno de la Ciudad de México no soy madre soltera, porque a pesar de que el papá de G no existe en el panorama desde hace más de 8 años, firmó el acta de nacimiento: con eso queda claro que no estoy sola. Que en la práctica no haya figura paterna para mi peque los tiene sin cuidado. El mundo está más de cabeza de lo que pensábamos.

Por favor, gentecilla, no fomenten el odio. Dense cuenta de que existen muchos tipos de familia, tantos como personas. ¿Cuándo haremos caso del “Vive y deja vivir”?

Cierro con las palabras de mi querida Raquel Castro (publicadas en su Facebook con la imagen que puso inicialmente Alberto Chimal):

Cuando era niña, mi familia era así: papá, mamá, abuela, hermanito, Tina y yo. Tina me cuidaba y no era mi parienta, pero vivía en casa y yo la quería un montonal. Y ella a mí.
Luego, durante un tiempo, la familia fuimos papá, mamá, abuela, hermanito, tíoCarlos, primaTatiz, Bolín y yo. Bolín era nuestro perro. Todos lo adorábamos.
Luego murió mi mamá y nos fuimos a vivir a otro lado mi papá, mi hermano y yo. Y esa fue mi familia. Chiquita y a veces adolorida por las pérdidas (y porque más de dos se empeñaban en que si éramos nomás nosotros tres no éramos familia), a veces ampliada por la presencia temporal de alguna amiga o parienta que se iba a vivir un tiempo con nosotros.
Después mi papá se casó. Y fuimos mi papá, Mary, mi hermano y yo. Y Cuca y Beakman, nuestros gatos.
Entonces me casé yo y me fui a vivir a otro lado. Mi familia fue Alberto, el gato Primo y yo. Y luego se añadió al gato Morris. Así es actualmente y seguirá siendo mientras no se añada algún otro gato, porque Alberto y yo tomamos, hace más de diez años, la decisión de no tener hijos; y no hemos cambiado de opinión.
Claro, mi papá, Mary, mi hermano (que vive en el gringo), mi abuela y mi madre (que murieron), muchos primos y tíos y amistades siguen siendo mi familia del corazón; pero a lo que voy es que la familia nuclear, esa con la que comparte uno el techo y el día-a-día, puede ser muy diferente de una casa a otra e incluso cambiar mucho de una época a otra de la misma persona.
Y nadie tiene derecho a venir a decir que tu familia no es una familia si no se parece a otra. (Una cosa es defender nuestros derechos y otra querer negarle sus derechos a otros. Eso último no se vale).

 

Hoy en las redes sociales está como Trending Topic #DíaMundialContraelCáncer. En general a mí los TT ni me van ni me vienen, porque muchas veces son cosas muy pasajeras (como lo es casi todo en la hiperconectividad que vivimos) pero esta vez sí me quiero detener tantito a pensar en el cáncer.

Justo ayer vi esta imagen en la página de Facebook de The Awkward Yeti y pensé “sí, así son los tratamientos contra el cáncer”.

chemo

Mi papá falleció a causa del cáncer en agosto del año pasado. Este mes será medio año sin mi padre y el tiempo fluye de una forma extraña: a veces siento que ya pasó mucho, mucho tiempo y a veces creo que fue apenas ayer que lo vi por última vez.

Yo no digo que él perdió la batalla contra la enfermedad, porque la verdad es que fue un guerrero imparable hasta el último de sus días.  El último round fue la tercera vez que se enfrentó a la enfermedad, con una pausa de 15 años entre las primeras dos y la última. La última fue agresiva y fulminante: a pesar de los tratamientos, a pesar de su eterno ánimo (¡dioses, él estaba dispuesto a pelear hasta el final!), el cáncer se apoderó de su cuerpo de una forma obscena e imparable.

Creo que si hoy vamos a hablar del cáncer, hay que reflexionar acerca de todo lo que conlleva la enfermedad.

Papi

Así quiero recordar a mi padre siempre

Los tratamientos y su agresividad:

No voy a subirme al tren conspiracional sobre si las farmecéuticas se niegan a dar la cura porque no sería negocio. Lo que es un hecho es que el tratamiento (la quimioterapia y la radiación) son terriblemente agresivos. Falta un tratamiento verdaderamente holístico: que vea al cuerpo como un todo. Ese afán de la medicina occidental de irse contra un enemigo en particular y luego arreglar los desperfectos que a su paso deje la medicina es nefasto. Ejemplos leves son el tener gastritis producto del consumo de ibuprofeno para controlar la migraña, por mencionar algo leve. Ahora si lo trasladamos al cáncer…

El tercer cáncer de mi padre fue muy probablemente consecuencia del tratamiento para lidiar con los primeros dos. Los médicos se lo dijeron a mis padres hace quince años: podían darle una nueva ronda de radioterapia para erradicar el tumor que tenía en la columna vertebral, con riesgo de romperle la columna o provocar un nuevo tipo de cáncer más adelante. Mi papá se echó un volado y decidió tomar el tratamiento, porque le compraba años con sus hijas y su esposa (mi hermana iba en quinto de primaria, mientras que yo estaba iniciando la preparatoria).

Los tratamientos debilitaron a los riñones, que llegaron a un trabajo al 25% de su capacidad, lo que impedía que el cuerpo expulsara los químicos de la agresiva quimioterapia con la velocidad necesaria. Si, por fortuna, ustedes no han estado cerca de un enfermo de cáncer, entonces espero que jamás conozcan la desesperación de saber que el tratamiento que puede ayudar también puede matar.

La falta de humanidad de algunos médicos:

Creo que el punto de mayor desesperación durante la última enfermedad de mi papá, al menos para mí, fue el notar que los médicos lo veían como un número más a cubrir en su ronda del día. Sé que hay muchos factores (como lo saturado que está el sistema de salud en nuestro país) pero de ahí a darle cinco minutos a los enfermos tras horas de espera (“horas nalga” les decía mi papá) es una mentada de madre.

Los últimos meses de vida de mi padre me tocó acompañarlo a las consultas. Supe que mi padre iba a morir cuando los doctores empezaron a echarse la bolita: los oncólogos decían que ya no podían darle más quimioterapia porque los riñones estaban muy débiles. El nefrólogo nos dijo que no importaba, que él se hacía cargo de levantar la función renal, pero que urgía la quimioterapia porque el tumor estaba enorme. Los oncólogos ni pudieron, ni les importó, ver la última tomografía de mi papá—un absurdo problema de incompatibilidad entre su sistema en el Centro Médico Siglo XXI y el Hospital Regional Mc Gregor donde hicieron la tomografía—y argumentaron que ya se veía mejor mi padre. En una ida a urgencias, otro doctor me mandó a Clínica para el Dolor (donde empiezan los tratamientos paliativos) y supe que ya íbamos en la recta final. Fue un directivo quien, en la última ida a urgencias, le dijo a mi madre que mi papá estaba invadido: pulmones, estómago, hígado, sistema óseo: ya no había nada qué hacer. Y nadie nos había dicho nada.

¿Dónde queda la humanidad, la calidad de los médicos? Podríamos haberle ahorrado vueltas innecesarias que le causaban dolor a mi padre si nos hubieran dicho que el tiempo estaba contado. Se vuelve un enorme desgaste, tanto para quien está enfermo como para quien lo cuida.

La familia:

Yo sabía que no sólo mi papá era un guerrero: mi mamá también lo es. Es más, creo que es la mujer más fuerte que conozco. No sólo estuvo al pie del cañón cada vez que mi papá se enfermó, sino que mantuvo a la familia por años. Ah, sí, y de paso la primera vez que se puso mal mi papá, acabó su maestría. ¿De dónde sacaba fuerza para las idas al hospital, ir a dar clases, ir a tomar clases y aguantarme a mí de adolescente? ¿Cómo nunca tiró la toalla? Aplausos de pie para la mujer que me dio la vida.

Yo con tan sólo meses, en la última enfermedad, dedicándome a cuidar a mi papá y tratar de sacar avante mi revista me sentía agotada y desmoralizada. Me embargaba el coraje con cada doctor que no nos daba poco más de cinco minutos, me partía el alma ver a mi papá con dolor y cada vez menos posibilidad de moverse y a veces me preguntaba si no era una mala hija por pensar que se iba a morir y que iba a ser mejor que se muriera—porque lo veía sufrir, porque lo vi ir perdiendo el gusto por las cosas, apagarse poco a poco.

Si es el Día Mundial Contra el Cáncer creo que es muy importante concientizar acerca de la importancia de apoyar a las familias. Y no con lástima, no un “pobre de ti” o miradas tristes, sino verdadero apoyo: dejar a los familiares llorar, y gritar y mentar madres. Nada de “Tienes que ser fuerte y aguantar” porque there’s so much one can bare. Créanme que eso de montarse en el papel de la fortaleza absoluta es terrible. A la fecha me cuesta mucho trabajo llorar porque hace quince, dieciséis años mi familia me dijo que no debía llorar, que debía ser fuerte para apoyar a mi madre, a mi padre, encargarme de mi hermana. La familia también necesita desahogarse, comentar cómo se siente. El cáncer es de esas enfermedades que desgastan no sólo al enfermo, sino a quienes lo rodean, así que si conocen a una familia que está pasando por este trance, ¡apoyen! Escuchen lo que tengan que decir, déjenlos llorar, maldecir, admitir que tienen miedo. Se los van a agradecer.

Papi 2

Se nota el desgaste físico, pero el ánimo siempre se mantuvo. Y el amor siempre lo rodeó

Las decisiones del enfermo

En mi primer acercamiento al cáncer con mi papá, coincidió que una compañera de la preparatoria también estaba enferma: cáncer de sistema óseo. Fernanda (justo en febrero es su aniversario luctuoso). Cuando yo cursaba el segundo año de prepa, Fernanda falleció. Todos estaban conmocionados en la escuela. Y más cuando se corrió la noticia de que ella ya no quiso recibir tratamientos porque estaba cansada. Es fácil pensar “Se dejó morir”.

Pero hay que respetar lo que pida el enfermo. Es su cuerpo, es su vida la que se ve alterada. Lo aprendí con mi papá. En su última semana, él ya no podía salir de su cuarto. Incluso mi hijo me dijo “Abuelo ya no va a estar con nosotros mucho tiempo”. Quizá debemos seguir viendo el mundo como los niños. Mi papá dejó este mundo a las 3:35 p.m. del martes 25 de agosto de 2015. Murió rodeado por nosotros: mi hermana, mi madre, mi hijo y yo. Todos le dijimos que se dejara ir. Ya llevaba demasiado peleando y todos estábamos conscientes de que estaba cansado. Si se seguía aferrando era por no hacernos sufrir (oh, papi, me acuerdo tanto de lo que nos dijiste cuando nos confirmaron que era cáncer de nuevo, te disculpabas como si fuera tu culpa, cuando yo sólo pensaba “¿por qué él de nuevo?”). G, mi hijo, le dijo en sus últimos minutos: “Sólo te adelantas, nos vamos a volver a ver”. Con tanta tranquilidad que ya quisiera yo.

No fue que él perdiera la batalla. Simplemente fue que ya era tiempo de que dejara el cuerpo mortal. Y es necesario que todos los que rodean a los enfermos de cáncer lo entiendan. Si un enfermo de cáncer dice “Hasta aquí”, hay que respetar. Los que no estamos enfermos no podemos dimensionar lo que es pasar por eso, por los tratamientos, el desgaste, el desánimo.

El alto índice de la enfermedad

Es una enfermedad que nos va ganando territorio y si bien los tratamientos van mejorando, la cantidad de enfermos es tremenda. ¿A cuántos enfermos de cáncer conocen? Aunque sea el primo de un amigo, creo que todos conocemos o sabemos de al menos un caso.

El cáncer en mi familia ha sido terrible: a los tres meses de que falleciera mi padre, falleció uno de sus hermanos. Luego, en enero de este año, supe que falleció la abuelita de una amiga por la misma enfermedad. Eso sin contar las personas que he despedido, cercanas o no, a lo largo de los años, por causa de esta enfermedad (se me vienen tres casos a la cabeza, de instancia)

Si en verdad queremos hacer algo por el Día Mundial del Cáncer, creo que debemos reflexionar. ¿Qué estamos haciendo para que crezca tanto la enfermedad? Es una enfermedad que no respeta género, edad o condición. Si bien cuenta lo genético y lo psicólogico (el terror ante el diagnóstico, de entrada, puede disminuir la posibilidad de supervivencia). ¿Cómo vamos a evitar que siga creciendo el porcentaje anual de enfermos? ¿Cuántos nos hacemos chequeos anuales, sin necesidad de sentirnos mal como motivación?

Papi 3

Como familia unida es que se puede sobrellevar la enfermedad

Yo únicamente puedo hablar desde mi experiencia, quizá demasiado reciente. Pero meintras más sepamos de la enfermedad, de cómo altera por completo la vida de los enfermos y los que los rodeamos, creo que no habrá avances. Esto es un pensamiento que dejo a quien caiga acá. Esto es un pensamiento intenso por los que ya no están, un “¡hurra, vas bien!” por los que están luchando y un “no estás solo” para los que acompañan a un enfermo. Mi admiración para todos los que trabajan, en serio, por sanar a los enfermos, pero sobre todo, para los guerreros. Gracias por enseñarnos.

Hubo una época en la que escribía muy seguido en blogs. Mi exnovio me llegó a decir que escribía demasiado y que era imposible seguirme el paso, pues entre la escuela (que me exigió abrir no menos de tres blogs), mi blog personal privado, mi blog personal público y la revista que dirijo la verdad es que mis palabras volaban por la Internet a una velocidad impresionante.

Era una costumbre, un hábito: sentarme a escribir diario en al menos uno de mis sitios. Sin embargo, tras el rompimiento con mi ex (periodo en que sólo podía escribir cosas tristes o rencorosas porque así estaba purgando mi duelo) dejé de escribir en general. Incluso mantener mi columna en la revista que dirijo me costaba un trabajo infame. También dejé de leer al ritmo al que lo hacía. No sé si era depresión o no. En general era que no me gustaba estarme quejando de todo sin más.

Luego mi papá se enfermó. Por tercera vez en su vida se enfrentaba al cáncer. Yo cambié de trabajo varias veces: di clases, impartí talleres, fui community manager y acabé trabajando en un editorial (infame para los freelancers, explotadora para su gente base). El trabajo me pagaba bien pero me empezó a sofocar moralmente. Me la vivía de malas y si bien mi familia trataba de apoyarme la verdad era que por más que me esforzaba no me ponía de buenas. ¿Para qué escribir cuando estaba en ese ánimo tan pestilente? Incluso dejé de escribir en mi diario (sí, llevo un diario desde la prepa, con periodos de dejar de escribir, pero he notado que en los periodos en que no escribo enloquezco un poco más).

En mayo, en un arranque de emoción al hallar el diseño ideal, me tatué en el brazo derecho, a la altura de la muñeca, una mariposa. Desde hacía mucho tiempo quería dos tatuajes: una mariposa y una luna. Pero no había dado con un diseño que me gustara lo suficiente. Mi papá casi me asesina, a pesar de tener yo en ese momento 30 años.

mariposas

En junio del año pasado decidí renunciar a esa editorial que me estaba agriando tanto el carácter, principalmente porque nunca he sido material Godínez: no puedo estarme quieta en una oficina sentada ante una computadora por horas y horas y horas, no importa lo buena que sea la paga. Me asfixia ese modelo de trabajo.

Al renunciar tuve la oportunidad de irme de viaje una semana al estado de Hidalgo a conocer sitios turísticos. Retomé fuerza y entablé buena amistad con la artista Jovanna Plata, así como reforcé mi amistad con Gus Camarillo. Surgieron nuevos planes y nuevos bríos. Volver a la vida freelance me exigió apretar el cinturón, pero me permitió quedarme en casa a cuidar a mi padre, que fue en declive. Lo llevaba a sus citas médicas, hacía trámites y en casa cuidaba de él. Poco a poco vi cómo la enfermedad lo estaba consumiendo: de pararse temprano, preparar desayuno para mi mamá, hacer sus oraciones en la sala, meditar y leer como si no hubiera un mañana, poco a poco empezó a pararse más tarde, sin ánimo. Fue dejando de rezar en la sala, cada vez leía menos y eventualmente ya salir de su cuarto era un logro. Supe— y se  lo dije en una comida a una prima que es como mi hermana— que mi papá iba a fallecer antes de que acabara el año.

En efecto, en agosto mi papá dejó este plano terrenal, en casa, rodeado por nosotros, su familia. Saber que alguien va a morir y vivir su muerte son cosas totalmente diferentes. Una cosa es racional; la otra, visceral. Siempre he pensado que lo difícil de la muerte no es para el que se va, sino para los que nos quedamos. Con el fallecimiento de mi papá lo comprobé. La cantidad de trámites que hay que realizar son inhumanos. Mi mamá, una enorme guerrera, lidió con todo como la más valiente.

mi papá

Y la vida cambió radicalmente. De tener que acomodar nuestras agendas y tiempos alrededor de no dejar solo a mi papá, mi mamá y yo nos encontramos con una enorme cantidad de tiempo libre. Muchos reajustes. Mucho acomodo emocional. No soy buena con los duelos. Tras dos abortos espontáneos, el rompimiento de la relación más larga que he tenido y ahora la muerte de mi padre, puedo decir sin problema que eso del duelo no se me da.

Para final de año mi madre, mi prima, mi hermana, mi hijo y yo nos fuimos a la playa por una semana. Creo que desde la preparatoria no tenía vacaciones sin preocupaciones: tirarme a leer por horas, jugar cartas con mis hermanas (repito: mi prima es como mi hermana), pararme a la hora que me diera la gana y estar desconectada de las redes sociales.

G y V en el mar

Por mi trabajo en la revista vivir conectada es casi un “must”. Estar al pendiente del celular, los mensajes, los likes, las indicaciones a mi equipo, se convierte en algo a veces esclavizante. Por primera vez desde que fundé la revista dejé todo botado y me dediqué a mi familia y a mí. Retomé mi diario y mis cuadernos para escribir fantasía, bosquejos de historias, narrativa. Retracé los planes de mi vida.

Ahora estoy de vuelta en la ciudad y en este espacio. Mucho del trabajo que tuve en 2013 y 2014 fue precisamente por mi constancia al escribir en blogs. No me creo docta en nada, sólo sé que me gusta aprender y compartir. Otra vez estoy leyendo bastante y es común que mis amigos se acerquen a mí con una pregunta “¿Qué libro me recomiendas?”.

Así que heme acá, en el inicio del 2016, con la intención de compartir flashazos de mi vida personal (por si a algún internauta le parece interesante) así como mis experiencias con los libros, los viajes, los lugares que conozco y las ideas que surgen al leer. Mi vida en letras. Bienvenidos sean.

Desde muy chica tenía claras tres cosas:

  1. No quería trabajar encerrada en una oficina.
  2. Amo dar clases
  3. Amo escribir

Cuando estaba creciendo no existía tanto el término del freelance, pero seguramente si lo hubiera conocido antes habría sabido que era el tipo de vida que anhelaba. La libertad de tener mis tiempos y mis ritmos, de poder acomodar mi vida a mi estilo, es algo que es de vital importancia para mí.

Consideren que nací en los 80’s, así que me ha tocado ser parte de esta generación que le rompió el paradigma a sus padres. La idea de estudiar, titularse y conseguir un buen trabajo donde hacer una carrera estable ya no aplica. Ello no significa que sea menos complejo para nuestros padres entenderlo. La seguridad económica sigue siendo importante, sólo que es mucho más complicado encontrar algo seguro— decía Unamuno que lo único seguro en esta vida es la muerte, e incluso ésa no sabemos cuándo llegará.

Es por eso que desde que hace años empecé a pugnar por darme a conocer a través de Internet como una redactora/editora/traductora/maestra de inglés/tallerista así como la directora de una revista virtual de arte, cultura y entretenimiento, muchos enarcaron las cejas. “Así no vas a poder vivir”.

Me he ido acostumbrando a traer mil cosas en la cabeza al tiempo que hago varios “trabajitos” con los que junto lo suficiente para cubrir mis gastos, mantener a mi hijo y ahorrar (a veces) un poco. Voy acomodando mis tiempos y malabareo con mi agenda. Salgo mucho de casa a cafés, pero no es para el chisme, sino para amarrar cosas de trabajo. Paso mucho tiempo frente a la computadora y en redes sociales, pero no es para perder el tiempo: así trabajo. Organizo a mis staff Kya a través de Facebook, contsto mails, genero muchos posts tanto para la revista como para otros sitios, hago traducciones y la lista puede seguir. He aprendido a vivir así: dedico tiempo a mi hijo, a mis amigos, a mi familia y vivo de escribir y dar clases y talleres.

Me definía como una malabarista de la vida, pues lo que hago es muy amplio. Si bien estudié Pedagogía, también me dedico mucho al periodismo cultural, entre otras cosas.

Sin embargo, la semana pasada que iba saliendo de la casa para dar una clase de inglés, mi mamá se depsidió de mí:

—Adiós, mi empresaria.

Me quedé detenida en la puerta, perpleja.

—¿Empresaria?

—Sí: emprendes y vives de ello. Tienes tus negocios: tu negocio de dar clases, de dar talleres y lo que haces con la revista. Eres una empresaria.

Me fui rumiando eso en el camino. Cada que pienso en la palabra “empresario” pienso en hombres de negocios, atrapados en oficinas y vistiendo incómodos y tiesos trajes. Yo no soy una empresaria. Excepto que sí lo soy:  empresario va de la mano de la palabra emprender, viniendo del latín y antiguamente aplicado a los aventureros. Esa idea sí me gusta matarilelirerón. Me considero una aventurera. He tenido varias oportunidades de un trabajo “seguro” y “estable” pero que me quemaba poco a poco. Prefiero la libertad, si bien “incierta” de organizar mi vida y mis tiempos lejos de una oficina y haciendo las cosas que amo.

Un empresario debe acomodar agenda y mantener en funcionamiento las empresas, dirigiendo a la gente que está a su cargo. Eso es lo que hago, día a día, al organizar a mis kyos, mantener el ojo atento a todo lo que debo cuidar y llevando a mi staff a buen puerto con cada locura que iniciamos.

Mi madre lo supo definir: soy empresaria. Soy una aventurera que va navegando en esta vida dedicándose a lo que ama y cuidando sus empresas. Jamás lo había pensado así. ¿Cuántas personas más se etiquetarán mal? Creo que muchas.

Nos cuesta mucho trabajo darle valor a nuestro trabajo, a lo que hacemos. No sé por qué sea. Conozco a muchas personas muy talentosas que freelancen como yo y no se consideran ni emprendedores ni empresarios. “No tengo oficinas”, “Yo no tengo horario fijo”, “¿Empresario? No, para nada, soy un simple editor” y así la lista puede ser infinita.

Creo que muchos tienen el mismo concepto que tenía yo: un empresario es sólo el CEO de una gran coorporación, gana mucho dinero y usa traje almidonado. Si en realidad pensamos en el emprender como tomar el riesgo de la aventura de perseguir los sueños propios, con toda la responsabilidad que ello conlleva, veremos que existen muchos empresarios allá afuera. ¿Ustedes son empresarios?