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“Sigues muy sorprendida” me dijo hace poco una amiga cuando le contaba algo, quizá nimio, de mi relación.

Para mi círculo cercano, mi relación no es novedad: han contemplado el proceso de enamoramiento y de inicio de relación de pareja de cerca. Para el mundo digital, en cambio, mi novio es una mención o una letra (H) de vez en cuando, en la newsletter como el culpable de muchas películas que veo, en algunas fotos de Instagram como el que me acompaña a salir de la ciudad y nada más. Es raro que comparta fotos de nosotros ni canto sus alabanzas a cada rato en mis diferentes canales de social media. Existen varios motivos para esto: si bien llevo una vida muy “pública” en realidad intento que sean mis intereses y mi trabajo lo que luzca ahí y no tanto mi vida personal, porque entre más me dedico a redes sociales, más claros me quedan los riesgos de compartir absolutamente todo. Échenle que tanto una de mis mejores amigas como H se dedican a ciberseguridad y bueno… Además de que mi relación me tiene tan fascinada que procuro estar presente y vivirla en lugar de reportarla al mundo.

Pero llevo un rato dándole vueltas al “sigues muy sorprendida”. Porque es cierto: sigo maravillada por tener una pareja como H. Y como yo sólo me entiendo escribiendo, heme acá tratando de trazar el por qué de mi sorpresa, más que nada porque creo que hay detalles que son relevantes.

El amor romántico y desechable

En una sociedad de fast love (retomando lo que plantea Adrián Chávez), donde predomina el amor romántico que tanto hemos interiorizado gracias a los productos de cultura pop, existen expectativas e ideas que alteran mucho cómo nos relacionamos. Dentro del set de ideas que trataba de desechar, pero que tenía muy sembradas en mi interior, estaba el que ser como soy era malo. Esa es la versión corta. La versión larga era: siendo una mujer tan terriblemente inquieta, con necesidad de siempre estar creando, y ser tan independiente (sin necesidad de ser salvada) no me hacía digna de tener pareja. Porque el hombre está para salvar, procurar y proveer ¿no? Y si no hay necesidad de que me salven, ni me procuren ni me provean ¿qué persona me va a querer como pareja? Súmenle el que soy mamá soltera, así que “vengo en paquete”.  Aunque el venir en paquete no me hace “anhelar el rescate”. Me identifico más con la bruja que con la princesa del cuento. Mi abuelita, tratando de echarme porras, alguna vez me dijo que todo eso que admiraba de mí, mi independencia, la forma en que siempre he buscado salir adelante, el que no me quedo callada, es precisamente lo que iba a hacer que muriera sola.

Si bien no iba por la vida buscando pareja y hace mucho decidí que juntar dos soledades no más hace una mucho más grande, bien que mal el que te repitan constantemente ciertas cosas hace que uno acabe preguntándose ¿tendrán razón? ¿estoy mal configurada por no soñar con una boda como fin último en mi vida? Mi psicóloga me recomendó leer a Coral Herrera y al leerme “Mujeres que ya no sufren por amor” vi verbalizadas muchas cosas que intuía pero no acababa de definir.

Al sistema patriarcal en el que vivimos le conviene mantenernos a las mujeres enajenadas buscando el amor romántico, ese príncipe azul que aunque al conocerlo sea un patán, cambiará por amor verdadero; mientras que los hombres son educados para estar ajenos a los sentimientos y las emociones que son “cosas de chicas”. Si desde pequeños nos segmentan y nos enseñan a querer de formas distintas ¿qué oportunidad tenemos al crecer? Las expectativas de lo que es una pareja es muy diferente y por supuesto, eso impacta en las relaciones. Además, no olvidemos: el “y vivieron felices para siempre” involucra a una Cenicienta que se casa a los 15 años cuando la expectativa de vida eran 30. Pero al cambiar la sociedad, tanto por los avances médicos como con los feminismos, esos paradigmas empezaron a quebrarse.

Cuando cumplí 30 años empecé a sentir el peso social de no haberme casado aún. A pesar de que el matrimonio nunca ha sido una meta en mi vida. Varios de mis amigos se empezaron a casar y me sentí ajena, no por no estar casada, sino por no encontrar mi camino en las normas sociales. Tantos años que luché por mi libertad, por poder crear mis lazos con mi tribu, por poder dedicarme a escribir y trabajar desde casa al menos la mayor parte de mi tiempo… ¿quizá sí tenía que dedicarme a un trabajo godín y ceder en mi forma de ser?

 

La mínima decencia humana y muchísimo cariño

Aprender a defender cómo es una en esta sociedad que corta tanto la creatividad es complicado. Yo estaba hecha a la idea de que eso implicaba sacrificios, como no tener pareja. Pero también había aprendido que el amor no es nada más el de pareja y repartía mis afectos con mis amigos, mi familia y mis pasiones. Escribir, leer, crear siempre me han movido. Soy de esa extraña cepa de humanos que desde muy pequeños saben qué aman con todo su ser y buscan mantenerlo cerca de sí toda su vida. A los 8 años supe que escribir y dar clases eran esas cosas que no podía soltar. No sabía si iba a poder vivir exclusivamente de ello, pero podía intentar con todas mis fuerzas.

En el camino he topado con obstáculos. El novio que me dijo que mejor aprovechara mis habilidades para relacionarme con la gente para lograr echar a andar el negocio que él había puesto en vez de seguir adelante con mi revista. Mi padre constantemente diciéndome que cuándo iba a madurar y hacer algo productivo, que cuándo iba a ser una proveedora real para mi hijo. El novio que ante cualquier comentario de las cosas que me desesperaban de mi trabajo me decía que si ya iba a renunciar a la publicidad para hacer algo real. Él era el mismo que me decía que por qué insistía en escribir si ya estaba todo escrito y seguro no iba a poder aportar nada nuevo. Y el mismo que me decía que por qué siempre estaba pensando en el siguiente proyecto. A veces me veía tentada a pensar como un amigo mío: hay tres pilares en esta vida y si logras que dos jalen estás del otro lado. Esos pilares, según mi amigo, son trabajo, familia/amigos y pareja. ¿Tener pareja me iba a obligar a estar en un pleito constante con lo demás de mi vida? Así no juego. Una pareja que no me aguanta cuando estoy con mis amigos porque lo desesperamos (sí, sí pasó), ¿es una pareja con la que yo quería estar? O una no-pareja que me buscaba cuando estaba aburrido y a veces se arrepentía de buscarme y me dejaba plantada. Sentía que así era la vida y que por ser como soy no iba a lograr gran cosa en el ámbito romántico.

Cuando conocí a H, ya lo he dicho antes acá, no tenía intenciones románticas aunque quien nos presentó intuía que podía haber un match. Tal vez eso ayudó a que yo me presentara con la desenvoltura y desfachatez de la que soy capaz: esto soy. Una mujer alborotada de mente inquieta, que ríe a carcajadas, come con ganas, siempre está escribiendo una historia en su cabeza y planeando qué más crear. En lugar de espantarse, H se quedó. Cuando me quejaba del trabajo con él, entendía la diferencia entre verdadera molestia o incomodidad vs los quirks de mi rubro de trabajo. Cuando le contaba de mis proyectos me preguntaba más. Y, en palabras de mi hijo, me demostraba la mínima decencia humana. Me escuchaba no para resolver mi vida, sino para conocerme. No me dejaba regresarme sola en Uber a mi casa, sino que me daba aventón.

Mis estándares estaban bajo alfombra y mucha de mi sorpresa actual con mi novio se debe a que me ha ayudado a entender qué es lo mínimo indispensable en una relación (y luego un mucho más). Sentirme apoyada por él ha sido algo refrescante porque es la primera vez que siento ese respaldo incondicional para con mis ideas por parte de mi pareja. Mis amigos siempre lo han hecho. Mis ex-parejas, no tanto.

Sigo sorprendida a veces para mal, ¿cómo es que acepté tan poco? Sí, la frase aquella de The perks of being a wallflower es muy cierta: We accept the love we think we deserve. Pero también sigo sorprendida por todo lo que estoy aprendiendo al lado de H sin que él se ponga en plan de “ay, niña inculta, te voy a enseñar”. Me ve como su igual y vamos compartiendo la vida.

Sigo sorprendida por el daño que nos hace la sociedad y las expectativas de los roles sociales, porque por muy visibilizados que yo los tuviera, me seguían azotando. Y Sigo agradecida por la enorme belleza de poder ver que hay mucho más allá de esas paredes que nos traza el amor romántico. No se trata de dividir la vida en clusters y apostar porque algunos jalen para decir “vamos de gane”, se trata de recordar que somos seres complicados. No nos define ni el estatus de relación, ni la carrera, el trabajo o los ingresos. Hay muchas más aristas.

Pero ante todo lo importante es que sí es posible hacer que todas esas aristas compaginen con el plan de vida en pareja. Sí es posible que alguien no sólo reciba el cariño que le doy sino que me quiera como soy.

Agradezco mucho esta etapa de mi vida, donde si bien el enamoramiento sigue a todo lo que da, también me ha roto esquemas, me ha enseñado cosas y ha aportado mucho a mi vida. Y ojalá esa capacidad de asombro no se acabe.

El malabar mental y las expectativas sociales

Malabar entre cuidar, trabajar y cuidarme

 

Imagen destacada de Annie Spratt en Unsplash

Es lunes y yo ya me siento exhausta. Hoy lo pensaba al sacar la foto que les dejo al inicio de la entrada. A G le sacaron las muelas del juicio (dos) el viernes. Eso ha significado para mí un fin de semana de labores de cuidado más intensos que los del día a día: procurarlo, ver que se tomara las medicinas, que el dolor no fuera demasiado, que comiera, conseguir cosas que en efecto pudiera comer.

¿Por qué estoy tan cansada? Veamos: ayer antes de acostarme, dejé alzada la cocina, preparé la cafetera, alcé la sala y el comedor y me acosté. Hoy me paré para sacar a mi perrita (en la mañana caminamos aproximadamente 1.5 km) regresé a hacer ejercicio, tender mi cama, me metí a bañar, preparé mi desayuno (que fuera acorde con mi plan alimenticio para ir mejorando mi problema metabólico), preparé el desayuno de G, lo acomodé en una bandeja junto a sus medicinas y se lo llevé a su cuarto. Me senté a desayunar ya con la computadora para mi primera junta del día.

Las labores de cuidado están dadas por hecho que nos corresponden a las mujeres. Al final, somos las que maternamos. Yo crecí en una casa con una súper mujer al mando. A mi mamá le tocó cuidar de mi papá durante sus cánceres al tiempo que lidiaba conmigo adolescente y mi hermana prepúber, estudiaba la maestría y mantenía la casa. Para mí, gracias a ese ejemplo, lo “normal” es poder hacerlo todo sin problema. Es la expectativa social. Sin embargo, es muy complicado lograrlo.

La angustia y la soledad maternas

Hoy escribía en mi newsletter que mi amiga Moni mencionó que la maternidad es un acto muy solitario. Para mí, el acto de ser madre ha sido en su mayoría en compañía. Es gracias a que estoy rodeada por una enorme red de apoyo que he podido salir avante en muchos de los vericuetos de la maternidad. Al leer mi news, mi amiga Emilia me comentó que la maternidad (ni la paternidad, pa’ pronto) no tendría por qué ser en soledad. Es muy importante que la comunidad nos ayude en la crianza. Al final, existe el dicho “it takes a village to raise a child” por algo.

Empero, es cierto que hay momentos muy solitarios y muy angustiantes. Yo lo recordé el viernes. Sentada en la sala de espera del consultorio del dentista, me entraron unas enormes ganas de llorar. Y no se me ocurrió pedir ayuda. No pensé en escribirle a mi novio, por ejemplo ¿cómo lo iba a importunar si estaba con sus papás en ese momento? Tampoco pensé en decirle a mi mamá o a mi hermana ¿para qué las preocupaba si seguro estaba exagerando? Pero me sentía infinitamente sola y angustiada. Mi hijo estaba siendo sometido a una cirugía. La razón me decía que no había motivo para preocuparme: nuestro dentista es un excelente médico a quien le confío sin lugar a dudas nuestra salud. Era una cirugía mínima y tan normal que hasta “rito de paso” es. ¿Por qué tanto miedo entonces?

Hay cosas inexplicables de la maternidad, como este constante miedo a que algo le pase a los hijos. Me pasa cuando G sale a caminar. No puedo detenerlo, lo estoy educando para la libertad. Pero después de un rato, me empieza a angustiar que se tarde más, que no regrese. Si no lo dejo salir a caminar, nunca aprenderá a andar en la calle y no le estoy haciendo un bien. Así pasa con otras cosas, como una cirugía programada. Y son miedos que a veces me rebasan a nivel irracional. Es una cosa muy animal. Y entonces, si soy una mujer racional y lógica ¿qué explicación podía dar para hablarle a mi pareja, a mi mamá, a mis amigas al borde del llanto y decir “me siento sola, acompáñame”?

Así que me aguanté y empecé a sentir que me iba a dar migraña. Eso sí lo comenté con mi amiga Ave. Ella iba camino a la farmacia e hizo algo muy simple: me marcó y me preguntó si necesitaba algo de la farmacia para G. Ese sencillo acto me recordó que estoy dentro de una comunidad que me ayuda a cuidar de mi hijo. Más tarde ese día, platiqué con Ave para desenredar mi mente y entender mi angustia. También lo platiqué con Moni (madre de dos pequeñas) y con H. Pedir comprensión y apapacho no está mal. No hay por qué vivir la maternidad en soledad ni por qué tragarse la angustia que ser madre puede provocar.

Cuidar de estas dos criaturas es uno de mis grandes motores en la vida

El acto de cuidar

Se espera de las mujeres que seamos las que cuidamos. Es un discurso que tenemos muy interiorizado. Nos toca en general el doble turno: el de trabajo de oficina y luego el trabajo de la casa. A fechas recientes, alguien me reclamó que le pido demasiado a mi hijo al repartir las tareas de la casa. No me parece que le esté exigiendo nada fuera de lo racional: en esta casa estamos los dos y aquí balanceamos nuestras responsabilidades laborales/escolares con las responsabilidades del hogar. Así, él sabrá llevar una casa cuando ya no viva conmigo. El acto de cuidar la casa no tiene por qué caer en mí nada más por ser la mamá o el adulto responsable.

Cuando yo tenía la edad de mi hijo, durante el verano me tocó hacerme cargo de la casa para aprender a cuidar de un hogar. ¿Por qué no habría de hacer algo similar con mi hijo? ¿Por ser varón? Me parece erróneo pensar así.

Tampoco el acto de cuidar es 100% mío. Cuando hace un año a mí me sacaron las muelas del juicio, fue G quien me procuró y me cuidó durante los días de recuperación. Fueron mis amigas las que estuvieron al pendiente y me mandaron nieve de limón. Fue mi red de apoyo la que me procuró.

Un amigo me decía que él no es multitask. “Eso sí es 100% femenino ¿no?”. Creo que no. Me parece que la idea de la capacidad de hacer más de una cosa al mismo tiempo viene de cargar las labores de cuidado en las mujeres, de esperar que podamos con el trabajo remunerado y el no remunerado. Y respaldar el mito de que le corresponde sólo a las mujeres ha creado la idea del multitask. Las labores de cuidado se pueden repartir entre todos, la carga mental no tiene por qué ser la cruz de las mujeres. Menos en esta época de encierro que hace todo más cuesta arriba por el inevitable burn out del aislamiento social. Así como la maternidad puede ser compartida y en comunidad, el acto de cuidar puede ser repartido con nuestras redes de apoyo. Creo que eso aligerará mucho la carga de todos.

 

 

 

 

Imagen destacada de Anthony Tran en Unsplash

He estado muy callada por acá. Han pasado tantas cosas que no sé bien cómo ponerle orden a mi cabeza. De entrada, al fin me aventé a tener un sitio .com para formalizar un poco más mi chamba personal. Pero también he tenido una cantidad de altas y bajas como para enloquecer tres veces.

No me considero especial en el sentido de que sé que en medio de la contingencia sanitaria que una pandemia nos representa, todos estamos en mayor o menos grado con la sanidad mental en el borde de la locura. Y no lo digo como hipérbole. Varios de mis amigos más cercanos están francamente deprimidos, los psicólogos que conozco traen trabajo como para dar y repartir, muchos de mis cercanos están tomando antidepresivos o tienen problemas como insomnio, gastritis, sentirse abrumados, etcétera. Me atrevo a decir que tenemos dos contingencias sanitarias: la del covid-19 y la de salud mental.

Y yo me había alejado un poco de la escritura porque, a pesar de todo, me siento afortunada. Eso me causaba una sensación de culpabilidad enorme. Algo en la cercanía del Síndrome del Superviviente, si gustan. También puede que tenga que ver con esa palabra que ya han desgastado hasta el cansancio en redes sociales: privilegio. Si les hacemos fusión, podríamos hablar de lo que llamo el Síndrome de la Culpa del Privilegiado, 100% inventado por mí y no catalogado.

¿Culpa del privilegiado?

¿Cómo es que me atrevo a inventarme terminología? Ténganme paciencia: nombramos las cosas para conocerlas. Y si narro lo que pasa, puedo entenderme mejor. Ya lo decía Olivia Teroba en Un lugar seguro:

“Narrar es habitar, a través de la palabra, nuestro tiempo. No me refiero solo a la literatura, también hablo de nuestras anécdotas cotidianas, comenzando con los recuerdos.”

 

Dividamos las dos partes de lo que compone mi nuevo término para entendernos.

El Síndrome del Superviviente se refiere a la culpa que alguien siente por vivir, particularmente tras una tragedia, un atentado o similares. Se empezó a categorizar entre supervivientes del Holocausto. Va de la mano con creer que se pudo hacer algo más por la persona que murió para evitarlo, aunque no sea algo factible. Se ha visto en personas que sobreviven tiroteos en las escuelas y gente que sobrevivió en México a los sismos del ’85 y el 19S entre otros. Sus síntomas varían y se pueden conectar con los de Estrés Post Traumático, por lo que no siempre es tan fácil de identificar.

Por otro lado, el privilegio es una palabra que ha sonado mucho en redes sociales y que se ha utilizado desde la sociología para tratar de generar conciencia y cambiar ciertos patrones. Conecta, principalmente, con las facilidades que puede tener un hombre, blanco, heterosexual en la sociedad actual. La verdad es que lo explican bien en este texto de Letras Libres. Sin embargo, la palabra ha surgido con más fuerza durante la contingencia sanitaria por todo lo que ha conllevado.

Como bien dicen acá, es muy fácil juzgar a los que salen a la calle y no siguen la idea de quedarse en casa en plena pandemia. Pero realmente ¿cuántas personas pueden seguir en casa y sobrevivir en un país tan fregado como México? No tantos.

Hace algún tiempo yo reflexionaba que era de las personas afortunadas que pueden trabajar desde casa y que nada les falta. Entra aquí lo que llamo la culpa del privilegiado. No me siento con derecho a quejarme de no ganar suficiente o de andar bajoneada o de extrañar a mis amigos si soy de las personas a quienes la vida no les cambió radicalmente: no me quedé sin trabajo, puedo estar con mi hijo y mi perrita, nadie cercano ha muerto por covid-19. ¿Qué derecho tengo entonces para sentirme mal? ¿Cómo puedo juzgar a los demás o sentirme mal si estoy sentada en la comodidad de mi casa, ante mi computadora, segura de que mi paga va a llegar y que puedo darme lujos sencillos como cuidar mi salud?

Nadie sabe enfrentarse a esta situación

Hace exactamente un año, mi psicóloga me dio de alta. El mundo se estaba cayendo a pedazos y yo me sentía muy afortunada porque estaba en un buen punto de mi vida: no me faltaba nada, podía trabajar desde casa, estaba en medio de un sprint creativo que dio a luz a varios proyectos que están por cumplir un año de vida y me han traído muchas alegrías. Me sentía en el mundo al revés, porque mientras el caos permeaba, yo tenía mucho trabajo como para pensar en eso. Y las veces que me podía frenar a reflexionar en realidad me sentía aliviada: sin tiempos de transporte y correr por la ciudad podía dedicarle tiempo a crear, cosa que siempre me ha hecho sentir viva.

El inicio del encierro por la pandemia significó para mi pequeña familia monoparental evitar que mi hijo requiriera antidepresivos al tenerme en casa y cambiar nuestras rutinas. El peso del cuidado del hogar ya no caía en mi pequeño de entonces 13 años y eso le quitó mucho emocional. Al ya no tener que correr por toda la ciudad, mis rutinas fueron mejorando: ya no era necesario salir a las 8:00 a.m. para volver pasadas las 10:00 p.m. a mi casa. Ahora puedo cocinar diario en lugar de, cansada y harta el domingo en la noche o entre semana tardísimo. Es decir, en general, mi calidad de vida mejoró.

Pero lidio con mucha culpa. A un año y cachito de estar enclaustrada extraño cosas sencillas como poder ver a mis amigos, salir a algún museo o no paniquearme cuando veo las mesas de un restaurante llenas. Añoro poder hacer zarigüeyadas donde con mi mejor amigo, su esposa y otra de mis mejores amigas cocinamos mientras platicamos, bebemos vino y reímos a carcajadas. Extraño las Ladies Night, ver videos absurdos, bailar y comer.  Quisiera poder salir con mi equipo de trabajo por una cerveza o armar una cena y platicar de la vida mientras estamos en un ambiente no laboral. Las pantallas ya no me son un paliativo para la falta de contacto humano. Las largas conversaciones de WhatsApp ya no sustituyen la charla en persona.

Me preocupa la capacidad de socialización de mi hijo, que ha crecido entre puro adulto y que es un tanto huraño (como era yo). Su único punto de contacto con chicos de su edad era en la escuela, lugar al que hasta que no cumpla 16 o surja una vacuna para menores de dicha edad, no lo voy a mandar.

Pero son preocupaciones vanas ¿no? Preocupaciones de alguien que tiene el privilegio de poder quedarse en casa, preocupaciones de alguien que se ha estado quejando de que no le alcanza para ahorrar, pero tiene para vivir. No debería quejarme, me dice la voz mala onda del fondo de mi cabeza. No tengo el derecho a sentirme mal cuando hay tantos sin trabajo, en la incertidumbre de qué harán si se llegan a enfermar o cómo llegarán a la siguiente quincena enteros.

 

El mundo se cae a pedazos y yo estoy en una burbuja sana y libre de peligro. No te quejes, Nerea. No tienes derecho.

Pero el asunto es que sí lo tengo. Mi salud mental como la de muchos, está sufriendo. El ser humano no está hecho para estar aislado, aunque sea un introvertido funcional como yo. Siempre he sido muy hogareña y tener mis libros y mis letras me basta para muchas cosas. Empero, tenía también el contacto de mi círculo cercano. Extraño a mi gente. Y es normal.

Todos estamos ante lo desconocido. No sabemos realmente cómo actuar porque es una situación nueva. Hay angustia, miedo, incertidumbre. Al cerebro no le gusta la incertidumbre. Somos seres sociales y de hábitos fijos. Es por lo tanto lo más natural sentirse desbalanceado de repente. Lo que no hay que permitir es que la culpa nos gane.

Hay días buenos y días malos. Tengo suerte: los buenos superan por mucho los malos en mi cuenta personal. Y eso no me hace mejor o peor persona. Darme cuenta de dónde estoy parada, nombrar lo que tengo, me ayuda a aterrizar los pies y no perderme en el loop obsesivo de mi cabeza.

Si ustedes se llegan a sentir como yo, sin el derecho a sentirse mal, esto es un pequeño recordatorio: está bien no estar bien. No le den cuerda a la voz mala onda, no vale la pena.

Siempre he pensado que el aprendizaje nos rompe un poco. Cambia nuestra forma de ver las cosas cuando aprendemos algo nuevo. El tema es que hemos crecido pensando que equivocarse es malo. No sé qué tanto se ha exponenciado con las redes sociales y el afán de tener siempre la razón, la última palabra so pena de ofenderse por todo aquello que no comulga con nosotros.

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En cambio, los errores, las fracturas de nuestro conocimiento, nos permiten crear algo nuevo. Reformarnos. El pensamiento es maleable, flexible, la capacidad de aprendizaje es ilimitada mientras que sigamos siendo curiosos.

Parece difícil en una sociedad a la que le cuesta muchísimo trabajo decir “No sé” o, peor aún, “Estaba equivocado”. Y es que, en una sociedad que se basa en el bluff admitir que uno no sabe puede parecer vulnerabilidad: una debilidad en lugar de una fortaleza.

Es por ello que es refrescante encontrar a quienes les gusta aprender, cometer errores y aprender de ellos. Me refiero a los que lo hacen en serio y no de dientes para afuera, como frase motivacional.

Lo japoneses, con todo el arte desgarrador que son capaces de crear, tienen el kintsugi, la práctica de reparar fracturas en cerámica con barniz o resina espolvoreada con oro. Eso deja más que a la vista las imperfecciones, a la vez que crea un nuevo objeto a partir de las fracturas. La filosofía detrás de esto es la de manifestar la historia y la transformación de la pieza.

Recientemente me topé con la canción Fractions del proyecto multidisciplinario Through Juniper Vale cuyo coro menciona algo muy similar, tanto que por eso lo relacioné con la tradición japonesa:

“Break me with the truth
Take on my fractions
Shape me something new
Out of the fragments
Light up this old soul
I was broken
Now I’m golden”

[youtube https://www.youtube.com/watch?v=yDJM-aV-NCw?rel=0]

Muchas cosas en esta vida, particularmente las experiencias más fuertes, nos harían mejores si no despreciáramos los errores, abrazáramos el conocimiento que nos dejan y barnizáramos con oro las cicatrices. ¿Ustedes qué opinan?

La imagen de portada la tomé de un blog dedicado al arte del Kintsugi.

 

A mí nadie me dio un manual para saber ser mujer en esta vida. Nadie me advirtió que iba a enfrentarme a una sociedad en la que si algo me pasa, seguramente va a ser mi culpa porque yo me lo busqué: por estar sola, por vestirme con ropa ajustada, por ser yo. Tampoco me advirtieron que mi autoimagen iba a ser puesta en tela de juicio más veces al día de lo que uno imagina.

Hace poco, al quejarme con un amigo muy querido de que me siento incómoda con mi cuerpo, él me dijo que era bonita así como soy. Que no debería martirizarme tanto ni mucho menos obsesionarme con el físico.

Tiempo atrás alguien me echó pleito por ser “demasiado”: demasiado intensa, demasiado ocurrente, demasiado inteligente. “Te vuelves insoportable”, remató. Porque no soy sumisa, tímida, callada, reservada, abnegada…

Dos buenas amigas mías me dijeron que eso pasa cuando una es feminista. ¿Feminista yo? Jamás me había catalogado con esa etiqueta (tan vituperada y mal vista ahora). De feminismo entendía poco o casi nada.

Decidí que era momento de conocer más, de entenderlo, de encontrarme en las voces de otras mujeres y, quizá, aprender a ser mujer en el siglo XXI.

Así cayó entre mis manos el libro “How to be a woman” de la periodista británica Caitlin Moran. El libro autobiográfico de Moran habla de varios temas que a mí (y seguramente a otras mujeres) me preocupan. ¿Por qué la ropa de diseñadores nunca queda bien y es tan cara? ¿Por qué el afán de usar tacones si son tan incómodos (y tan caros… bueno, toda la ropa es cara, tan cara)? ¿Qué hacer cuando una se enfrenta a comentarios sexistas, particularmente cuando son tan velados que te cae el veinte de ESPERA, ESO FUE SEXISTA horas después? ¿Qué pasa con el aborto? ¿Por qué es un pecado cumplir más de 30 años si eres mujer? ¿Es válido como mujer no querer tener hijos?

Con un humor sumamente ácido para tocar temas que invitan a la reflexión profunda, Moran nos cuenta que en realidad sigue sin aprender a ser mujer del todo, pero se quiere como es.

El libro es ampliamente recomendable tanto para hombres como para mujeres: plantea temas que quizá una como mujer siempre ha pensado pero no se atreve a cuestionar, y que como hombre va a ser bueno que se empiecen a enterar, caballeros.

Sigo sin saber ser mujer, porque creo que me estoy redefiniendo constantemente, ¡yei! Pero ya no me acongoja (tanto) no encontrar un camino definido. Vamos de gane.

Hubo una época en la que escribía muy seguido en blogs. Mi exnovio me llegó a decir que escribía demasiado y que era imposible seguirme el paso, pues entre la escuela (que me exigió abrir no menos de tres blogs), mi blog personal privado, mi blog personal público y la revista que dirijo la verdad es que mis palabras volaban por la Internet a una velocidad impresionante.

Era una costumbre, un hábito: sentarme a escribir diario en al menos uno de mis sitios. Sin embargo, tras el rompimiento con mi ex (periodo en que sólo podía escribir cosas tristes o rencorosas porque así estaba purgando mi duelo) dejé de escribir en general. Incluso mantener mi columna en la revista que dirijo me costaba un trabajo infame. También dejé de leer al ritmo al que lo hacía. No sé si era depresión o no. En general era que no me gustaba estarme quejando de todo sin más.

Luego mi papá se enfermó. Por tercera vez en su vida se enfrentaba al cáncer. Yo cambié de trabajo varias veces: di clases, impartí talleres, fui community manager y acabé trabajando en un editorial (infame para los freelancers, explotadora para su gente base). El trabajo me pagaba bien pero me empezó a sofocar moralmente. Me la vivía de malas y si bien mi familia trataba de apoyarme la verdad era que por más que me esforzaba no me ponía de buenas. ¿Para qué escribir cuando estaba en ese ánimo tan pestilente? Incluso dejé de escribir en mi diario (sí, llevo un diario desde la prepa, con periodos de dejar de escribir, pero he notado que en los periodos en que no escribo enloquezco un poco más).

En mayo, en un arranque de emoción al hallar el diseño ideal, me tatué en el brazo derecho, a la altura de la muñeca, una mariposa. Desde hacía mucho tiempo quería dos tatuajes: una mariposa y una luna. Pero no había dado con un diseño que me gustara lo suficiente. Mi papá casi me asesina, a pesar de tener yo en ese momento 30 años.

mariposas

En junio del año pasado decidí renunciar a esa editorial que me estaba agriando tanto el carácter, principalmente porque nunca he sido material Godínez: no puedo estarme quieta en una oficina sentada ante una computadora por horas y horas y horas, no importa lo buena que sea la paga. Me asfixia ese modelo de trabajo.

Al renunciar tuve la oportunidad de irme de viaje una semana al estado de Hidalgo a conocer sitios turísticos. Retomé fuerza y entablé buena amistad con la artista Jovanna Plata, así como reforcé mi amistad con Gus Camarillo. Surgieron nuevos planes y nuevos bríos. Volver a la vida freelance me exigió apretar el cinturón, pero me permitió quedarme en casa a cuidar a mi padre, que fue en declive. Lo llevaba a sus citas médicas, hacía trámites y en casa cuidaba de él. Poco a poco vi cómo la enfermedad lo estaba consumiendo: de pararse temprano, preparar desayuno para mi mamá, hacer sus oraciones en la sala, meditar y leer como si no hubiera un mañana, poco a poco empezó a pararse más tarde, sin ánimo. Fue dejando de rezar en la sala, cada vez leía menos y eventualmente ya salir de su cuarto era un logro. Supe— y se  lo dije en una comida a una prima que es como mi hermana— que mi papá iba a fallecer antes de que acabara el año.

En efecto, en agosto mi papá dejó este plano terrenal, en casa, rodeado por nosotros, su familia. Saber que alguien va a morir y vivir su muerte son cosas totalmente diferentes. Una cosa es racional; la otra, visceral. Siempre he pensado que lo difícil de la muerte no es para el que se va, sino para los que nos quedamos. Con el fallecimiento de mi papá lo comprobé. La cantidad de trámites que hay que realizar son inhumanos. Mi mamá, una enorme guerrera, lidió con todo como la más valiente.

mi papá

Y la vida cambió radicalmente. De tener que acomodar nuestras agendas y tiempos alrededor de no dejar solo a mi papá, mi mamá y yo nos encontramos con una enorme cantidad de tiempo libre. Muchos reajustes. Mucho acomodo emocional. No soy buena con los duelos. Tras dos abortos espontáneos, el rompimiento de la relación más larga que he tenido y ahora la muerte de mi padre, puedo decir sin problema que eso del duelo no se me da.

Para final de año mi madre, mi prima, mi hermana, mi hijo y yo nos fuimos a la playa por una semana. Creo que desde la preparatoria no tenía vacaciones sin preocupaciones: tirarme a leer por horas, jugar cartas con mis hermanas (repito: mi prima es como mi hermana), pararme a la hora que me diera la gana y estar desconectada de las redes sociales.

G y V en el mar

Por mi trabajo en la revista vivir conectada es casi un “must”. Estar al pendiente del celular, los mensajes, los likes, las indicaciones a mi equipo, se convierte en algo a veces esclavizante. Por primera vez desde que fundé la revista dejé todo botado y me dediqué a mi familia y a mí. Retomé mi diario y mis cuadernos para escribir fantasía, bosquejos de historias, narrativa. Retracé los planes de mi vida.

Ahora estoy de vuelta en la ciudad y en este espacio. Mucho del trabajo que tuve en 2013 y 2014 fue precisamente por mi constancia al escribir en blogs. No me creo docta en nada, sólo sé que me gusta aprender y compartir. Otra vez estoy leyendo bastante y es común que mis amigos se acerquen a mí con una pregunta “¿Qué libro me recomiendas?”.

Así que heme acá, en el inicio del 2016, con la intención de compartir flashazos de mi vida personal (por si a algún internauta le parece interesante) así como mis experiencias con los libros, los viajes, los lugares que conozco y las ideas que surgen al leer. Mi vida en letras. Bienvenidos sean.

Desde muy chica tenía claras tres cosas:

  1. No quería trabajar encerrada en una oficina.
  2. Amo dar clases
  3. Amo escribir

Cuando estaba creciendo no existía tanto el término del freelance, pero seguramente si lo hubiera conocido antes habría sabido que era el tipo de vida que anhelaba. La libertad de tener mis tiempos y mis ritmos, de poder acomodar mi vida a mi estilo, es algo que es de vital importancia para mí.

Consideren que nací en los 80’s, así que me ha tocado ser parte de esta generación que le rompió el paradigma a sus padres. La idea de estudiar, titularse y conseguir un buen trabajo donde hacer una carrera estable ya no aplica. Ello no significa que sea menos complejo para nuestros padres entenderlo. La seguridad económica sigue siendo importante, sólo que es mucho más complicado encontrar algo seguro— decía Unamuno que lo único seguro en esta vida es la muerte, e incluso ésa no sabemos cuándo llegará.

Es por eso que desde que hace años empecé a pugnar por darme a conocer a través de Internet como una redactora/editora/traductora/maestra de inglés/tallerista así como la directora de una revista virtual de arte, cultura y entretenimiento, muchos enarcaron las cejas. “Así no vas a poder vivir”.

Me he ido acostumbrando a traer mil cosas en la cabeza al tiempo que hago varios “trabajitos” con los que junto lo suficiente para cubrir mis gastos, mantener a mi hijo y ahorrar (a veces) un poco. Voy acomodando mis tiempos y malabareo con mi agenda. Salgo mucho de casa a cafés, pero no es para el chisme, sino para amarrar cosas de trabajo. Paso mucho tiempo frente a la computadora y en redes sociales, pero no es para perder el tiempo: así trabajo. Organizo a mis staff Kya a través de Facebook, contsto mails, genero muchos posts tanto para la revista como para otros sitios, hago traducciones y la lista puede seguir. He aprendido a vivir así: dedico tiempo a mi hijo, a mis amigos, a mi familia y vivo de escribir y dar clases y talleres.

Me definía como una malabarista de la vida, pues lo que hago es muy amplio. Si bien estudié Pedagogía, también me dedico mucho al periodismo cultural, entre otras cosas.

Sin embargo, la semana pasada que iba saliendo de la casa para dar una clase de inglés, mi mamá se depsidió de mí:

—Adiós, mi empresaria.

Me quedé detenida en la puerta, perpleja.

—¿Empresaria?

—Sí: emprendes y vives de ello. Tienes tus negocios: tu negocio de dar clases, de dar talleres y lo que haces con la revista. Eres una empresaria.

Me fui rumiando eso en el camino. Cada que pienso en la palabra “empresario” pienso en hombres de negocios, atrapados en oficinas y vistiendo incómodos y tiesos trajes. Yo no soy una empresaria. Excepto que sí lo soy:  empresario va de la mano de la palabra emprender, viniendo del latín y antiguamente aplicado a los aventureros. Esa idea sí me gusta matarilelirerón. Me considero una aventurera. He tenido varias oportunidades de un trabajo “seguro” y “estable” pero que me quemaba poco a poco. Prefiero la libertad, si bien “incierta” de organizar mi vida y mis tiempos lejos de una oficina y haciendo las cosas que amo.

Un empresario debe acomodar agenda y mantener en funcionamiento las empresas, dirigiendo a la gente que está a su cargo. Eso es lo que hago, día a día, al organizar a mis kyos, mantener el ojo atento a todo lo que debo cuidar y llevando a mi staff a buen puerto con cada locura que iniciamos.

Mi madre lo supo definir: soy empresaria. Soy una aventurera que va navegando en esta vida dedicándose a lo que ama y cuidando sus empresas. Jamás lo había pensado así. ¿Cuántas personas más se etiquetarán mal? Creo que muchas.

Nos cuesta mucho trabajo darle valor a nuestro trabajo, a lo que hacemos. No sé por qué sea. Conozco a muchas personas muy talentosas que freelancen como yo y no se consideran ni emprendedores ni empresarios. “No tengo oficinas”, “Yo no tengo horario fijo”, “¿Empresario? No, para nada, soy un simple editor” y así la lista puede ser infinita.

Creo que muchos tienen el mismo concepto que tenía yo: un empresario es sólo el CEO de una gran coorporación, gana mucho dinero y usa traje almidonado. Si en realidad pensamos en el emprender como tomar el riesgo de la aventura de perseguir los sueños propios, con toda la responsabilidad que ello conlleva, veremos que existen muchos empresarios allá afuera. ¿Ustedes son empresarios?